martes, 26 de julio de 2011

Arias, ¡gracias Noemí!


El 19 de marzo de 2010 llevábamos casi una semana angustiados esperando los resultados.

—Hoy es un día de fiesta, un día de fiesta para Colombia— fueron las palabras de una Noemí llena de esperanza.

Tenía toda la razón: era la salvadora. Derrotó a Andrés Felipe Arias por algo más de treinta mil votos, de un total de casi tres millones. Aunque los resultados se deberían haber entregado la noche de las elecciones como en el caso de los Verdes, el 14 de marzo, en el conteo de la consulta conservadora hubo enredos que nunca nadie supo explicar, y que demoraron los resultados tanto tiempo. Entre votos nulos y no marcados sumaron casi 400,000 votos. Arias estuvo bastante cerca de haber ganado, y de haber sido así, y con el apoyo de Álvaro Uribe, seguramente hoy sería Presidente de Colombia. Y entonces, ¿la investigación? Esa platica se perdió. Según noticias de la época, al reconocer su derrota, Arias declaró:

—Mi esposa y mi hija tuvieron que soportar a mi lado, los ataques, los ultrajes y la calumnia; gracias por nunca desfallecer, por creer siempre en mí y por darme esa fuerza interior que nunca me permitió desviarme del propósito superior que estamos buscando.

Nunca dijo cuál era el propósito superior que andaban buscando. Lo que queda claro es que fue Noemí la que alcanzó un propósito superior: Salvarnos de Andrés Felipe Arias. Tenemos que estar eternamente agradecidos con ella, digan lo que digan, pues cambió el rumbo de la historia. Como reconocimiento a su labor, los colombianos de bien deberíamos enviarle a su casa un tanque y un tractor.



de raspachin a finquero de raspachin a finquero

versión publicada en: Credencial / Bogotá, Colombia / julio 2011 / Ed. 296 / crónica + fotografías

"La pequeña pantalla acapara las miradas de todos los vecinos. Aunque todos los días hay visitantes, el domingo es el más concurrido: es noche de película. Los protagonistas son policías, bandidos y policías-bandidos. "¡Esas películas!", dice Béyer mientras se aleja del televisor, toma la linterna y sale de la casa, "se miran unas balaceras y ninguno cae, a ninguno le pegan ni un tiro".

La noche está estrellada. Béyer camina en medio de la oscuridad y alumbra el vivero donde tiene 3.000 plántulas de café. (...)"



sábado, 19 de junio de 2010

¿Quién es Béyer?



Por Nicolás Van Hemelryck

En la casa de Béyer Cárdenas la pantalla del televisor es pequeña pero acapara las miradas de nueve personas. Unos están sentados en sillas plásticas, otros en hamaca, unos sobre bultos de abono orgánico y los que llegaron de últimos en el piso. Béyer mira la película de pie. Aunque todas las noches hay vecinos que vienen a ver televisión, el domingo es la noche más concurrida: vienen a ver la película. Las de acción son las que más les gustan, y hoy la tensión entre policías, bandidos y policías bandidos no permite que se distraigan. El televisor está en una esquina de la ‘salita’, el espacio central de la casa. Tres de los cuatro costados tiene paredes descascaradas con puertas hacia los cuartos y el depósito. El cuarto lado es abierto al corredor que da acceso a la casa y comunica con la cocina. Los cuartos son oscuros y tienen pocas ventanas, se usan principalmente para dormir. En este espacio abierto, en la ‘salita’, ocurren la mayor parte de las actividades. Cuando la familia está, el televisor sale por la ventana, el radio cuelga de una puntilla en la pared, y los muebles son las sillas plásticas, la hamaca, y un sofá de madera incorporado a una de las columnas del corredor. Cuando se van de la casa, el televisor entra por la ventana, se guardan las sillas y el radio, y sólo quedan los sacos de abono, que hacen las veces de cojines antes de alimentar el cultivo.

Béyer es el único vecino que tiene televisor y planta eléctrica. Los demás aportan ACPM para alimentarla, porque lo peor que puede pasar es que la película se quede empezada por falta de combustible. Dentro de la casa se oyen los gritos y disparos de la película: “¡Esas películas!”, dice Béyer mientras se aleja del televisor, coge la linterna y se aleja de la casa, “se miran unas balaceras y ninguno cae, a ninguno le pegan ni un tiro”. Él sabe que las balas de verdad sí matan.

Afuera, la noche está estrellada. Béyer camina en medio de la oscuridad y alumbra hacia el vivero de café. Verifica el estado de las 3.000 plántulas de café que tiene embolsadas. Decide entrar y coge una de las bolsas. La inspecciona por debajo. Lo repite con otras. Al regresar se acerca a su hermano y socio: “Es hora de transplantar los colinos. Ya se les está doblando la raíz y si no se trasplantan de una vez, después no sirven”.

Entonces viene y se sienta conmigo. Me dice que lo siga para ver dónde voy a dormir. Abre una de las puertas que dan a la ‘salita’ y entramos a un cuarto con piso de tierra donde solamente hay una cama con toldillo y una tabla sobre dos ladrillos a modo de repisa. “Perdonará, no es una suite, pero por el momento es lo que hay, al menos podrá descansar. Acá vienen muchos invitados, viene mucha gente a conocer la finca y me da pena no poder recibirlos bien. Tengo que arreglar la casa: echarle piso a las piezas, reforzar los muros que se están cayendo y están apuntalados, tengo que dejar la cocina bien montada, comprar camas y colchones, mejor dicho. Ah claro, y hacer el baño. Y afuera, tengo que terminar el beneficiadero del café, sembrar frutales, yuca, dejar el agua bien instalada y poner el molino en la quebrada para tener luz”. Cuando termina la lista remata con decisión: “Pero la casa me la tiene que dar el café y como hasta hace poco estoy empezando de nuevo…”.


De la colonización a la coca

La colonización de la Serranía de San Lucas, en cuyas faldas se extiende el municipio de Santa Rosa del Sur (Bolívar), es reciente. Los primeros que vinieron a trabajar estás montañas llegaron en los años cincuenta y sesenta de Boyacá, Santander y Antioquia. Lo hicieron huyendo de la violencia, del hambre y de la falta de tierras. Para entonces, desde Santa Rosa del Sur llegaban rumores sobre la abundancia de tierra fértil, de oro y agua. Hoy en día es posible encontrar veredas donde casi la totalidad de sus habitantes provienen de un solo municipio. En las veredas cercanas a la de Béyer, la mayoría llegaron de un pueblo de Boyacá llamado Rondón.

Los colonizadores se fueron estableciendo sobre la Serranía, alrededor de la pequeña población de Santa Rosa del Sur. En los cincuenta el pueblo era solamente un par de casitas. Los recién llegados sembraron los cultivos que trabajaban en sus tierras de origen: café, cacao, frijol, plátano, yuca y arroz. Aunque Santa Rosa se encuentra en la que debería ser una posición privilegiada, en la práctica está desconectada del país.

Esa historia de migraciones y colonización también la vivió doña Anita Ríos, la madre de Béyer. Doña Anita nació en Cundinamarca, en un pueblo llamado El Rosal y en Rondón conoció a Benedicto Cárdenas, quien sería su esposo. Por un tiempo vivieron de cultivar papa, pero las dificultades y las historias que llegaban de los que se habían ido, hicieron que en los años sesenta emigraran a Santa Rosa del Sur. Cuenta que, cuando llegaron, la región estaba cubierta de selva y había mucha tierra disponible. Con duro trabajo la familia llegó a tener dos fincas y una casa en el pueblo. Sus hijos crecieron en el campo, entre los cultivos y la escuela.

Béyer fue el cuarto de siete hijos. Cuando iba a entrar a quinto de primaria, Don Benedicto lo mandó al pueblo para que hiciera el bachillerato. Para ese momento, en el pueblo ya se veía la abundancia que trae la coca y Béyer decidió salirse del colegio cuando terminó primero de bachillerato. “A mí papá sí le interesaba que estudiáramos”, cuenta Cárdenas, “él nos decía: ‘yo no quiero que sean unos burros como yo, que no sé leer ni escribir, yo quiero que ustedes estudien’. Pero no le paré bolas, yo no quería estudiar, yo quería era trabajar, y me enseñé a la plata y me olvidé del estudio. Yo pensaba que de ahí a que me graduara todavía  faltaba mucho tiempo, y preferí dedicarme a trabajar. Si yo hubiera seguido estudiando, imagínese… Ahora tengo 27 años y trabajo como técnico y me hace muchísima falta el estudio. Hasta ahora estoy estudiando el bachillerato”.

Béyer el minero

Con ansías de trabajar y de ganar buen dinero, Béyer decidió irse con unos amigos para las minas de oro de La Serranía de San Lucas. Tenía doce o trece años. “Cuando conseguí trabajo yo no sabía nada de la mina, no conocía el proceso del oro. Allá aprendí todo de la mina: aprendí a enmaderar los cúbicos, aprendí a trabajar con dinamita, aprendí el proceso que lleva el oro, a manejar los entables y la maquinaria que se emplea, los mototaladros eléctricos que se usan para perforar y colocar la dinamita. Aprendí algo sobre la cianurada[1], que es el proceso que se le hace al oro con el veneno, con el cianuro. Eso sí no me gustó porque es demasiado tóxico, demasiado perjudicial para la salud”, recuerda Cárdenas de sus años en las minas.

Aunque el trabajo en la mina era duro, la ilusión del oro lo mantuvo enganchado. Tras cuatro años de intensa labor decidió dejar el oficio: lo poco que ganaba lo tenía que volver a invertir. La mina requiere muchos insumos para su explotación y los precios de todo —incluida la comida— son muy altos, no sólo por la riqueza que las rodea, sino por la dificultad de llevar cualquier producto hasta ellas.

El desencanto con el oro y el ambiente que por entonces se respiraba en el pueblo, fueron conduciendo a Béyer al negocio de la coca: “En ese momento yo ya estaba más grandecito y unos amigos me convidaron a raspar coca con ellos. No fue difícil decidirme: a la semana se hacían 100 ó 200 mil pesos y yo, apurado, terminaba el mes con 100 mil. Entonces me fui con ellos para una zona que se llama San Juan del Río Grande.”


Béyer el raspachín

Béyer estuvo vinculado al negocio de la coca durante seis años. Primero trabajó como raspachín, que es la persona encargada de recolectar las hojas de la mata de coca para llevarlas al preseco que finaliza en la pasta. Sin embargo, su ambición lo llevo rápidamente a participar en los diversos ámbitos del negocio: conseguía el material para procesar la hoja: perga (pergamato de sodio) y amoniaco; compraba mercancía (pasta de coca) en la montaña para los negociantes del pueblo. Se asoció con su hermano menor y juntos invirtieron las ganancias para hacer sus propios cultivos. Dejaron de raspar por una temporada, se fueron a la finca y tumbaron dos hectáreas de selva que tenía su hermano: “Derribamos la montaña. La quemamos. Ahora eso me duele mucho”, cuenta Béyer arrepentido.

En ese momento consiguió que Inés aceptara ser su mujer y se fuera con él a la finca. Ella tenía 18 años recién cumplidos y salía con él desde los 16. Cuando estaban en la finca, Inés cocinaba para los obreros (raspachines). Cuando Béyer iba a raspar a otras fincas, ella se quedaba en el pueblo trabajando en un supermercado. Con lo que ganaban le pagaban a los obreros de su propio cultivo. Cada vez que la cosecha estaba lista, volvían a su finca a raspar sus propias plantas. Consiguieron los insumos para procesar la hoja —gasolina, perga, amoniaco— y a un muchacho que hacía las veces de químico y era el encargado de sacarle el rinde a la hoja, la base. De esa época Béyer recuerda que “Nos encaminamos solamente a trabajar con mafia y abandonamos la agricultura. No sembrábamos comida. (…) La comida se la comprábamos a los vecinos, a gente que no le gustaba trabajar con coca. (…) [la coca] Daba plata para andar bien vestidos, para tener motos bonitas, finas y para tomar traguito fino. A uno no le servía un cultivo de café: se demora dos años en producir y lleva bastante inversión. La coca está dando la primera raspa a los seis meses, y desde ahí está dejando plata. Después uno empieza a recibir sin hacer nada.”

Durante el tiempo que los esposos Cárdenas estuvieron involucrados en los cultivos ilícitos debieron enfrentarse al ambiente siniestro del negocio. En el negocio de la coca la muerte llega por cualquier cosa. Muchas veces cae gente inocente. A veces los matan por robarles la mercancía. También los matan por no obedecer la ley de la mafia: el negocio lo maneja el más poderoso.

Primero era la guerrilla. Después los paramilitares los sacaron para tener el control. El que manda es el encargado de comprar toda la mercancía de la región para sacarla y venderla en las ciudades. Si alguien compraba mercancía por su cuenta, o la sacaba sin el permiso (y la vacuna) de los grupos armados al margen de la ley, lo mataban y se la robaban. Si tenía propiedades, se las quitaban. Tenían retenes en todas las vías de acceso. Durante muchos años fue difícil salir de la región. A Inés una vez le rompieron la suela de las botas que tenía puestas, el único calzado que llevaba, para buscar coca entre las suelas de caucho. La requisa era profunda y muchas mujeres aún recuerdan con molestia las humillaciones por las que pasaron.

Sobre esa época cuenta Béyer “Si alguien lograba sacar 30 ó 40 kilos en un viaje, después de 2 ó 3 viajes ya estaba plantado con cualquier 70 u 80 millones. Por la avaricia murió mucha gente. Mucha gente inocente. Si alguien mal informaba a los grupos, no se tomaban el tiempo en verificar las acusaciones, de una vez los sacaban del pueblo de noche y los mataban. Los mataban porque los consideraban milicianos de la guerrilla, o porque se decía que eran torcidos y negociaban coca sin permiso. Los mataban y los tiraban al río. Bajaban tantos muertos que en un pueblo río abajo pusieron una red de lado a lado para atajar los cadáveres.”

Durante muchos años la guerrilla ejerció el poder en la región. Había ejército y policía, pero no eran suficientes para controlar. Era común encontrarse con un retén guerrillero a cinco minutos del puesto de policía. Béyer recuerda que una vez el pueblo se rebeló. Antes de que entraran los paramilitares hubo un intento de toma por parte de la guerrilla, pero la gente se defendió y se enfrentó a la guerrilla a bala. Dice que esa vez las armas de la mafia sí sirvieron para algo. Durante la toma no había luz. Entre la gente y la policía atacaron a los guerrilleros y dieron a muchos de baja. Después los paramilitares se encargaron de sacarlos del todo.

La entrada de paramilitares ocurrió lentamente. Cuentan que se fueron infiltrando de a uno en uno. Primero llegaron unos como relojeros o vendedores ambulantes para descifrar como funcionaba el control del pueblo e identificar a los guerrilleros. Los fueron matando hasta sacarlos del municipio. Así se apoderaron de la región. Y del negocio. Según Béyer “ahí sí se puso peor. Andaban en el pueblo, vivían en el pueblo y mandaban en el pueblo. Iban en motos finas, en carros finos. Cargaban las armas. Todo el mundo sabía quienes eran pero nadie decía nada. Estuvieron como cinco años acá”.

El negocio de la coca estaba estratificado. El grupo que controlaba el negocio en el momento tenía hombres de confianza encargados de conseguir la mercancía. Iban al pueblo con 200 o 300 millones. Estos a su vez tenían hombres de confianza que compraban a los productores. Los paramilitares manejaban la plata del negocio, de la coca, de la muerte. Todo el mundo sabía y todos trabajaban con eso: “Bueno, uno no puede decir que todo el mundo, pero la mayoría del pueblo estaba untado con eso. Todas esas casitas finas que se miran, todos esos carritos por ahí, todo eso es plata de eso. Todo. Eso sí hay que aceptar que en el apogeo de la mafia la mayoría de la gente era dueña de cultivos [ilícitos]. Si no cultivaban, eran compradores en el pueblo.”


Béyer, la coca y la plata

Béyer estuvo vinculado al negocio de la coca durante tres años. Siempre trabajó con su mujer y su hermano.

Cuenta Cárdenas: “El futuro de nosotros era seguir sembrando coca. Así hacía todo el mundo. En tres añitos que lo dejaran a uno coronar, que no lo molestaran, ya se hacía cualquier 100 millones libres. Eso era rapiditico. Después de eso uno no pensaba en nada más. Ya con la plata uno superaba todo. Ya podía comprarse una casa, podía comprarse un carrito más o menos fino. Yo me ganaba harto. Raspando me rendía bastante. Solamente como raspachín llegué a ganarme 1´200.000 en 20 días. A veces sacaba 400 mil raspando en una semana”.

Entre más avanzado en la cadena del negocio de la coca, más grande la ganancia. Y el riesgo. Como comprador las utilidades eran mucho mayores. Por cada kilo de mercancía que ayudaran a conseguir les pagaban 50 mil pesos. Usualmente conseguían 5 ó 10 kilos. “Le daban la pesa y la plata para que comprara. Las pesas siempre estaban arregladas: cuando se la daban le decían ‘bueno, esta se roba veinte’. Eso son veinte gramos por kilo. Y claro, uno pesaba uno por uno, para robarse más. En cuatro pasadas se robaba 80 gramos.”

El comprador siempre verificaba la calidad de la mercancía quemándola y haciéndole un proceso con ácido. Así estuviera perfecta argumentaban que estaba un poco húmeda y descontaban 10% del peso en agua: “Uno sabía que estaba buena. Igual, si estaba húmeda, qué le costaba ponerla dos horas al sol. Entonces, se ganaba 50 mil por kilo, y de cada uno se robaba 20 gramos, más el descuento. En una semana se hacía 3 ó 4 millones. Rapiditico”. Continúa Béyer: “Así se llenó de plata mucha gente. Era facilito. Ya no. Como se dio cuenta, allá arriba hay helicóptero descargando tropa, allá en el filo. En esta vereda había harta coca. Ahora no. Los erradicadores le están dando duro. Esa es la única manera como pueden vencer la coca porque a nosotros nos bajaron la moral fue así”.


Salvados por la erradicación manual


Cuando le arrancaron las plantas de coca, Béyer tenía sembradas tres hectáreas y media. Había dos hectáreas que estaban en producción y que habían dado tres raspas. La otra parte del cultivo estaba lista para sacarle la primera raspa cuando la arrancaron. “Imagínese, yo calculo que lo que teníamos listo para raspar producía como 1000 arrobas. Si todavía tuviéramos los cultivos tendríamos mucha plata, o estaríamos presos, o estaríamos muertos. No sé qué habría pasado si no hubiera llegado el Programa de Guardabosques de Acción Social. Usted sabe que ese negocio le puede dar plata a uno. Pero también lo puede llevar a la cárcel o a la muerte, como terminaron muchos de los compañeros por estar jodiendo con esa vaina. Cuando a uno le arrancan un cultivo de coca lo piensa dos veces antes de sembrar otra vez. Hay gente terca que vuelve a sembrar. Yo no.”

El Programa Familias Guardabosques llegó primero a Santa Rosa del Sur por medio de los foros de socialización y después a las veredas. Para que alguien pudiera hacer parte de este Programa tenía que pertenecer a una vereda libre de cultivos ilícitos. Eso incentivó que los vecinos presionaran a los cultivadores para que dejaran de cultivar. En los casos extremos les arrancaban las plantas a la fuerza. Ese fue el caso de Béyer quien, cuando asistió a la siguiente reunión de la Junta de Acción Comunal (JAC) de la vereda, estaba tan bravo que nadie fue capaz de defender la iniciativa de la comunidad. Béyer conminó al Presidente de la JAC a que le respondiera por lo que le habían quitado: “Me fui al pueblo a la casa de mi mamá. Me fui tranquilizando y ella me dijo ‘para qué se busca problemas. Igual ya no tiene el cultivo y no pierde nada metiéndose al Programa de Guardabosques’. Y tenía razón”.

A los pocos días fue con su hermano a preguntar si todavía se podía inscribir. Les dijeron que debían escoger un proyecto productivo: café, caucho, cacao y silvopastoreo “Como mi papá había trabajado el café, pues escogí café. Y ahí empezamos con las primeras capacitaciones”.

Béyer se convirtió en asociado de ASOCAFÉ, la asociación que para ese entonces ya trabajaba con café en Santa Rosa del Sur. Tuvo la suerte de ser uno de los beneficiarios escogidos para ir a conocer una plantación de café en Floridablanca, cerca de Bucaramanga. Regresó tan ilusionado con lo que conoció que le pidió a su hermano que le bajara todo lo que encontrara sobre café en internet: “‘Pero hay mucho’, me dijo mi hermano. ‘No importa, tráigame todo lo que encuentre’, y me sacó un montón de copias y me puse a estudiar porque sentía que necesitaba saber más para el cultivo”.

Varios meses después dijeron que necesitaban técnicos para trabajar con ASOCAFÉ.  Uno de los requisitos era ser bachiller. “Pero yo sabía mucho de café. Entonces fui y le dije al profe Héctor que yo quería hacer el examen, así no me dejaran por no tener el diploma, yo quería medirme”. La cuñada le ayudó a hacer la hoja de vida y Béyer se dedicó a preparase para el examen estudiando más sobre café. Estudió hasta la noche antes del examen, en que Inés, su mujer, tuvo que trasnochar preguntándole todo lo que había en los libros y fotocopias. Se le cerraban los ojos y Béyer la despertaba para que siguiera preguntándole. Ella se burlaba: “pero si usted es un bruto, usted no va a poder”.

Cuando Béyer llegó al colegio donde iban a presentar el examen ya estaban casi todos los demás. Eran más de 20. También estaba el gerente de ASOCAFÉ Héctor Soler, el ingeniero agrónomo y un representante del programa Áreas de Desarrollo Alternativo Municipal (ADAM), la organización que le dio el proyecto a ASOCAFÉ.

Fue el tercero en entregar el examen y se fue para la casa. Les habían dicho que a las dos de la tarde llamarían a los 10 mejores para entrevista: “Me fui para la casa de mi mamá y me puse a ver televisión y me olvidé de esa vaina”.

¿Quién es Béyer?


Béyer Cárdenas quedó entre los 10 mejores en el examen y pasó a la fase de entrevista. El jurado estaba conformado por Héctor Soler, el ingeniero agrónomo de ASOCAFÉ, un representante de la Alcaldía, una ingeniera de APROCASUR[2], y un representante de ADAM. “No, santísima”, dice Cárdenas, “Yo no estaba enseñado a hablarle así a la gente. Me daba pena. A mi comenzó a darme susto. Cuando me llamaron me temblaban los pantaloncillos. Me saludaron, me senté y comenzaron. Lo primero que me preguntaron fue ‘¿quién es Béyer?’, y yo me quedé como extrañado. ‘Pues Béyer soy yo’. ‘Pero quién es la persona Béyer’. ‘Béyer es una persona emprendedora, echada pa’ lante, responsable con el trabajo, con ganas de salir adelante, y de buena familia’”.

“También me preguntaron sobre cómo trataría a una comunidad, sobre densidades de siembra y la manera como se hace un germinador en la arena. Esa era facilita porque yo me la sabía pero con esa corcharon a más de uno. El profe Héctor me pregunto sobre mis ideas para el futuro y mi percepción de la empresa. Yo había estudiado sobre el café y me hicieron preguntas sociales y ambientales. Me corcharon. Bueno, no me corcharon, pero sí me pusieron a pensar un poquito. Yo pensaba que necesitaban expertos en café, pero sobretodo buscaban a alguien que fuera muy sociable, que fuera amigo de toda la gente en el campo, que nos los tratara con orgullo ni superioridad y se hiciera querer de la gente.”

Al final le agradecieron y le dijeron que lo llamarían si quedaba elegido. Después de hacer vueltas en el pueblo se fue hacia la finca. En la mitad del camino le hicieron señas de una tienda en la carretera. Que lo había llamado el hermano y que le devolviera la llamada urgente: “Yo alcancé a pensar: será que quedé. Y claro, cuando llamé a mi hermano, que me habían llamado y me necesitaban porque me habían escogido”. Inmediatamente se fue para la finca a contarle a Inés pero ella no le creía.


Béyer el técnico


“Cuando me escogieron, no lo dude. Yo estaba esperando una oportunidad como esa, y con el trabajo vino el cambio, un giro de 180º. Antes yo hacía trabajo pesado, en las minas, en las fincas, con machete y maquinaria. Ahora mi trabajo es manejar moto, recoger información y llenar planillas. Y lo mejor es que estoy estudiando y aprendiendo. Ya llevo año y medio trabajando como técnico y todos los días aprendo algo en las fincas. Todo lo que sé lo estoy aplicando en mi finca y como mi finca está tan bien, la gente me cree”.

“Lo más difícil es trabajar con gente mayor porque son muy tercos y no creen que un muchacho les pueda enseñar. Entonces les digo que yo no voy a enseñarle cómo trabajar, sino a presentarle técnicas de café para que aproveche mejor el terreno, mejore el cultivo y reciba más ingresos. También les enseño a cuidar el medio ambiente, los nacimientos de agua, las quebradas y los bosques. En todas las visitas les recuerdo lo mismo. Al principio no me hacían caso, y ahora me muestran orgullosos como están protegiendo. Al principio me decían que para qué cuidar los nacimientos si el agua sobraba en la región. Entonces yo les decía ‘¿usted sabía que el agua vale más que la gasolina?’ y claro, no me creían, entonces les decía que el agua es más cara que la gasolina. ‘¿quién dijo eso?’, ‘yo se los digo’ y los ponía a hacer el cálculo del precio de un galón de gasolina y de uno de agua. Al final me decían: ‘oiga, verdad, tiene razón’, y se quedaban pensando”.

“Yo cuido mucho el medo ambiente. Ahora me duele mucho haber tumbado tanta selva para sembrar coca. Tumbamos hasta la orilla del caño y siento una carga de consciencia. Cuando tenía nueve años me iba a pescar con mi hermano en ese cañito. Nos parábamos en una piedra y sacábamos unos pescados que parecen bagrecitos y se llaman jaboneros. Hace poco volví con mi hermano y el caño estaba muy seco. Ya es imposible pescar desde la misma piedra, el caudal se ha reducido mucho. Yo sé que es consecuencia de lo que hicimos y de lo que todavía hace la gente montaña arriba”.


Béyer y su cafetal

Además de ser técnico, Béyer cultiva café. Todas las enseñanzas las aplica concienzudamente en su finca y es reconocida como la mejor plantación. Hay tres mil plantas de café listas para su primera cosecha y otras dos mil quinientas en el vivero a punto de ser transplantadas.

El ideal es que una plantación tecnificada con cinco mil plantas por hectárea produzca 35 cargas de café. Béyer prefiere no generar expectativas que no se van a alcanzar, entonces le dice a la gente que le puede producir 20 cargas con la certeza de que eso será suficiente para ellos, comparando con lo que han recibido siempre. Si una hectárea produce 20 cargas, quedan 20 millones. La mitad se utiliza para el cultivo y quedan 10 millones libres: “¿Qué más quiere usted? Que una hectárea le de eso ya es suficiente”.

Lo que más disfruta Béyer son las ECAs (Escuelas de Campo). Consisten en talleres mensuales con las comunidades en las veredas. Se trabajan tres componentes: socioempresarial, ambiental y técnico. La comunidad escoge el tema que quiere trabajar. A veces hacen asesorías de café o de plátano. Otras veces hacen asesorías para que puedan sacar un crédito con ACCIÓN SOCIAL como fiador para poder invertir en abonos y plaguicidas. Al principio la gente es tímida, pero después de algunas dinámicas entran en confianza. Cuenta Béyer que hay señores muy serios que después de un rato se relajan y bailan en frente de los demás. Debaten sobre las técnicas para sembrar el café y las enfermedades.


Y, hoy en día ¿quién es Béyer?


“Soy una persona que a pesar de haber tenido muchos obstáculos y de haber hecho cosas que no debí haber hecho, aproveché la oportunidad que me dieron y salí adelante. No siento que sea más que nadie, pero sí que soy un ejemplo para otros muchachos que están metidos en el cuento de hacer plata. Ese no es el fin. Eso pasa cuando uno no se valora y piensa que para ser alguien en la vida lo más importante es la plata. Ahora soy una persona diferente, con otra mentalidad y voy para adelante. Soy muy responsable con el trabajo y no creo que tengan una sola queja sobre mí. Ni las van a tener. Yo voy bien en las visitas que hago de asistencia técnica. Le he quedado bien a los asociados, al ingeniero y a la empresa. Soy una persona que voy para adelante, no le tengo miedo a la pobreza porque siempre he sido pobre. Ahora quiero ser una persona, quiero estudiar y ser ingeniero agrónomo que es lo que me gusta, así termine a los 30 ó 40 años. Eso no me importa, pero es una meta que me voy a poner y que voy a ser capaz de cumplir. Yo quiero que algún día mi hijo Andrey diga, ‘mi papá es ingeniero’ o ‘mi papá es tal cosa’ y que no vaya a decir ‘mi papá es un campesino que vive por allá en una finca’. Es una meta que me voy a poner y yo creo que sí soy capaz.”

Béyer hace un silencio, pierde la mirada y repite: “sí soy capaz”.





[1] Proceso de aplicación de cianuro para separar el oro de los demás elementos presentes en la extracción. (N. del E.)
[2] Asociación de Productores de Cacao del Sur de Bolívar.

lunes, 10 de mayo de 2010

Codensa : toda nuestra energía para un mejor planeta

No consigo entender. Hasta el mes pasado, Codensa siempre envió sus factura en papel. Un simple papel. La última factura viene dentro de una bolsa plástica. Dice:

"En CODENSA trabajamos por un mejor planeta para todos, por eso ahora utilizamos bolsas cuyo proceso de biodegradación es de tan solo 18 meses".

El avance es que, por el bien del planeta, ahora usan bolsas biodegradables. Pero  antes no usaban bolsas. Ni las 'amigables' ni las otras. Ninguna. A mí me suena a corrupción. Al menos a pura brutalidad. ¿Quien se está enriqueciendo con esta nueva jugada? ¿A quién se le ocurrió este cambio tan innecesario? Creo que es necesario investigar a fondo este hecho positivo a primera vista, pero que sin duda esconde algo turbio.

martes, 23 de marzo de 2010

el festival colapsó. o la pobre fanny se retuerce

Dicen que vieron al espíritu de Fanny retorciéndose desesperadamente. No lo dudo.

Escribe un espectador de teatro. Este año soy abonado del Festival. Mi experiencia ha sido absolutamente negativa. A pesar de que el Festival ha sido un éxito en ventas y en asistencia (todas las obras parecen estar llenas), ha sido un desastre funcional.

Sin duda la pobre Fanny, la fundadora, el alma, la homenajeada, está retorciéndose en su tumba. Ella nunca habría dejado que el Festival fracasara por tremendas bobadas. Todo empezó desde un principio.

Primero nos dieron una cita para escoger las obras, para canjear el abono por boletas. Me hicieron llegar con un formato lleno en excell, pero allá tocó llenarlo de nuevo, a mano, con papel y lápiz, sin información de disponibilidad de boletas. Después, esperar para confirmarla. La cita era a las 9. A las 10:30 al fin nos atendieron, en un ambiente tensionante por que todos los asistentes estábamos atrasados y molestos. Como no había la disponibilidad, nos tocó volver a escoger obras. Trabajo perdido.

Salimos con nuestras boletas y nos dijeron que la semana siguente estaría la programación de Ciudad Teatro y del teatro de Calle. Antes del Festival recibiríamos los pases para Ciudad Teatro. El Festival empezó el sábado. Dejaron caer a la pobre fanny al piso, ¿zancadilla? La falta de organización hizo que el desfile fuera una lucha para asistentes y organizadores por evitar accidentes.

Hoy es martes, el festival ya comenzó y no hemos recibido los pases. Llamar es imposible. Siempre está ocupado y si conestan, cuelgan. Los mails no los responden.

¡Eureka! Contestaron. Dicen que la entrega de pases está complicada. Que tal vez el jueves comienza, es decir, a mitad del festival si estoy de suerte las tendré. Dicen que mejor vaya a recogerlas personalmente. La programación: venga por ella, la página está colapsada.

Si, es claro que la organización del festival está colapsada. Se les salió de las manos. No lograron mantener el equilibrio. Hace años todo funciona por la red. El festival retrocedió años luz. Desconectados de la realidad están trabajando a paso de tortuga con lapiz y papel, a costillas del tiempo de los epsectadores. Se les olvidó que es uno de los más importantes del mundo y trabajan como si organizaran un bazar colegial. Es evidente que falta el alma, la cabeza y sobre todo, la que pone la cara por el Festival. Con suerte quedarán enseñanzas.

Qué lástima. Fanny, descansa.

sábado, 27 de febrero de 2010

el miedo

¡ miedo la reelección. pero ahora, sin reelección, qué miedo !

qué miedo uribe, pero más miedo santos, y vargas lleras, corran, uribito (arías) corran, noemí, no da, pero sí da miedo.

los tres tenores, aunque parecen marca de aceite de girasol no dan tanto miedo, es más, estarían bien, pero no ganan; me encantaría mokus-peñalosa, habría destello de esperanza, dignidad, humanidad... fajardo, no da miedo a primeras, pero no se sabe qué piensa, ni qué tiene que ver con los indígenas, y la falta de claridad no es sana...

vivir en colombia es vivir en el país del miedo.

lástima, tan bueno que se podría vivir, si no fuera por sus mandatarios, por su dirigencia politico-economica-narcoparamilitar, sería el mejor lugar del mundo, pero a mí, me da miedo.

martes, 22 de diciembre de 2009

diarios de bicicleta : Galápagos hoy*



























































—Hoy pedí unos días libres y conseguí que el Parque nos diera permiso para acampar en el Garrapatero —dijo mi primo.
—¿El Garrapatero? —pregunté imaginándome un lugar poco agradable, —¿Qué es eso?
—Un paraíso, ya verá. Y lo bueno es que para ir nos toca pedalear y recorrer media Isla. La gente normalmente alquila una camioneta que los lleve, pero nosotros nos vamos en bici.

Llevábamos varios días en Galápagos, las Islas Encantadas que inspiraron mitos y leyendas, y estimularon las mentes de Darwin, Melville y Vonnegut. Aunque todos los días habíamos conocido lugares maravillosos, el hecho de pasar las noches en Puerto Ayora, pequeña capital, pero una ciudad al fin y al cabo, hacía que siempre faltara algo para compenetrarse con aquel lugar: era inverosímil ver tal cantidad de carros, en general camionetas que llevan a los turistas. Empacamos lo necesario para dormir, cocinar, reparar las bicicletas, y salimos pedaleando. Cómo sólo existe una carretera y el suelo volcánico imposibilita ir a campo traviesa, fue necesario hacer un recorrido hasta la parte alta de la Isla y ahí desviar hacia el Garrapatero. Antes de descender aprovechamos para caminar hasta la punta del cerro de la Media Luna, que tiene vista sobre casi toda la Isla.
—¿Si ven esa bahía azul turquesa rodeada de playas claras? —preguntó mi primo— Ese es el Garrapatero.

Antes ya había recorrido dos veces esa carretera, pero en automóvil. La primera fue desde el aeropuerto hasta la ciudad. Mi primo nos estaba esperando en la esquina de la plaza de mercado. Había pasado un año desde la última vez que nos habíamos visto: él volvía de su viaje en bicicleta por lo que fue Indochina y yo salía hacía el Atrato, a trabajar con la comunidad de Bojayá. Su viaje me había incitado a emprender este que me había traído hasta las Islas: recorrer el trópico americano en bicicleta. Ahora recorríamos juntos las calles de Puerto Ayora, donde él trabajaba como investigador para la Estación Científica Charles Darwin. La segunda vez que recorrí la carretera fue un día regresando de bucear. Durante los trayectos, el chofer pitaba todo el tiempo, a pesar de que la carretera estuviera solitaria. Pedaleando entendí porqué pitaban tanto. Saliendo de la ciudad vi un letrero que decía: cuidado con las aves, utilice el pito. Más adelante entendí la razón de la pitadera: en el pavimento yacían los cadáveres de muchas aves muertas, principalmente pinzones y canarios. Esta era sólo una de las cosas que la velocidad impide ver al viajar en carro, pero que al cambiar de ritmo aparecen.

Después de un largo silencio en el que admirábamos el paisaje desde aquel cerro, pensé que a simple vista el mar aparenta ser una masa uniforme, y dije:
—Es increíble lo que pasa cuando vemos el mundo desde debajo del agua. Estaba pensando que desde la primera inmersión que hice acá en Galápagos comprendí porqué las llaman las Encantadas: mientras estábamos bajo el agua y probábamos el equipo, llamamos la atención de una manada de lobos marinos que vinieron a juguetear con nosotros. Y eso que era una inmersión corta y superficial—, y quedé en silencio recordando.
Aunque ese primer día de buceo no fue el mejor, sí fue fascinante. De las siguientes inmersiones tengo recuerdos imborrables: contemplar eternamente a un tiburón a menos de un metro de distancia; ver el fondo del mar cubierto por un interminable banco de peces del mismo color, mezclados con muchas otras especies, moviéndose sincronizadamente; nadar con pingüinos y verlos cazar pececitos al atardecer, luego verlos en la superficie haciendo el amor y aprender que una vez consiguen una pareja, esta es para toda la vida.
Tras una pausa, continué:
—Ese mismo día fuimos a las Islas de Santiago y Bartolomé para hacer las inmersiones. Ahí me sorprendió el paisaje: árido, volcánico, rojizo; colinas coronadas por cráteres. El capitán de la embarcación me dijo que esos cráteres eran pequeños. Me contó que Isabela es una Isla formada por seis volcanes, y que el mayor, el Sierra Negra, tiene el segundo cráter más grande del mundo, de diez kilómetros de diámetro en el punto más ancho.
—¿Y, vio la famosa roca puntiaguda de Bartolomé? —preguntó mi primo.
—Si, es impresionante, le tomé muchas fotos.
—¿Y, les contaron porqué tiene esa forma?
—No.
—Me lo suponía. Esa es una de las imágenes más famosas de Galápagos; muchos van a conocerla pero nunca les cuentan el origen de esa extraña apariencia: durante la segunda guerra mundial el Ecuador autorizó a los Estados Unidos para que establecieran bases militares en las islas; esa piedra es producto de una práctica de puntería: le dieron su forma a cañonazos.

Sentados en la punta del cerro contemplábamos absortos el paisaje. Recordé la fascinación que me produjo el ver las islas desde el avión: la monotonía del azul turquí del mar se fue atenuando hasta el verde esmeralda, y en las islas aparecieron regiones de lava escarlata, negra, ámbar y naranja, y parches de verde espesura en las partes altas. Miré a mi primo y le dije:
—En el avión me dieron un folleto con las normas y decía algo extraño —buscando en mi diario, leí —: "la naturaleza de las islas debe permanecer en su estado natural para no causar alteración alguna. Únicamente puede tomar fotografías," como pretendiendo detener la evolución, la adaptación a los cambios.
—Acá hay tres temas en conflicto —me explicó—: la naturaleza exótica, el turismo lujoso a gran escala, y los esfuerzos para la conservación. Lo valioso que encontró Darwin acá fue un lugar de la tierra sin poblaciones indígenas, sin intervención de los humanos, donde la naturaleza había estado aislada del resto del planeta durante millones de años, y los cambios se dieron con menos variables interactuando que en el continente. Además, no era un solo entorno: cada isla presentaba un universo particular. Ahora se han introducido tantas especies en tan poco tiempo que el cambio ha sido demasiado brusco, impidiendo que se dé la adaptación naturalmente. Para lograrlo habría que empezar prohibiendo la entrada de seres humanos, y eso no va a pasar nunca, así que están tratando de que llegue la menor cantidad de especies foráneas, y a las que ya llegaron las están erradicando.
—En el avión pensé que también nos iban a erradicar a nosotros: en pleno vuelo sobre mar abierto la azafata repitió en español y en inglés: "now we are going to spray you, ahora, los vamos a fumigar.” Pensé que era el fin. Pero no: salió un azafato recorriendo el pasillo con paso acelerado esparciendo un perfumado spray: pfffffffff —imité el sonido y añadí —: nos explicaron que ese fumigante estaba aprobado por la OMS —agregué.

Desde la Media Luna el camino hasta el Garrapatero fue casi todo bajando. Pedaleando vi un árbol cargado de toronjas. Paré y le pedí a un viejo que estaba cosechando que me regalara una: me dio más de una docena. Me dijo que también llevara moras. Cómo decir que no. Era el señor Aguilar, dueño de varias tierras en la parte alta de la isla. Oriundo de las montañas ecuatorianas del Oro, había venido cuando era joven: en 1957 llegó a San Cristóbal a trabajar como peón en los cultivos azucareros por un año. Aunque el trabajo fue esclavizante, las Islas le gustaron. Entonces quizó volver. En 1960 pudo hacerlo. Desde entonces vive en su finca, cultiva, y cría ganado. Me contó que antes no había ciudad, sino apenas un pequeño caserío. La población de las islas se ha multiplicado dramáticamente, sobrepasando ahora las 30,000 personas.

Mientras pedaleábamos mi primo me dijo que las frutas que nos acababan de regalar eran plantas introducidas. Desde que se descubrieron las Islas se han traído cientos de especies de flora y fauna, tanto accidental como intencionalmente, y con el tiempo esto se ha salido de control. Un claro ejemplo es lo que ocurrió en Isla Pinta: en 1959 unos pescadores llevaron dos cabras; en 1973 se calculaba que había más de 30,000, y en ese entonces las cabras ya eran un problema en varias islas. Aunque la lista es enorme, las especies introducidas más problemáticas son cabras, tilapias, perros, gatos, cerdos, y ratas; por el lado de las plantas: maracuyá, guayaba, y mora; insectos han llegado más de quinientas especies, y algunas se han convertido en plagas: moscas, cucarachas y un hermoso grillo de manchas amarillas, verdes, rojas y negras que pulula por todas partes. El caso de una mosca en especial, Philornos downsi es ilustrador: aunque inofensiva a la vista, ha tenido un impacto implacable para varias aves endémicas, en especial los famosos pinzones de Darwin, pues vuelan a los nidos y ponen huevos; cuando los huevos de las moscas se convierten en pupas, chupan la sangre y le destruyen las fosas nasales a los pichones. Y eso sin contar los parásitos, bacterias y microrganismos. Como no hubo predadores naturales durante miles y hasta millones de años, los animales nativos carecen de defensa en la actualidad y caen fácilmente ante el ataque de estos nuevos seres que se reproducen rápidamente. La nueva vegetación ha invadido grandes superficies, eliminando especies nativas. Se calcula que hay alrededor de setecientas plantas introducidas y tan sólo quinientas nativas y endémicas. Los cerdos se comen la comida de las especies nativas y destruyen los nidos de las tortugas y las iguanas. Las ratas se comieron durante cincuenta años los huevos de tortugas en la Isla de Pinzón, y ahora sólo hay tortugas adultas. Lo trágico es que el juego inconciente del humano con la flora y la fauna viene desde hace siglos.

Buscando con ciego convencimiento restablecer el equilibrio natural original, se ha emprendido una cruzada contra las especies invasoras en los últimos años. En algún momento cultivaron tilapia en la laguna del Junco, la única de agua dulce. Como no es nativa, hace poco envenenaron la laguna para matarlas. Pero de la laguna se filtra agua hacia toda la isla. Una vez muertas las cuarenta mil tilapias, se espera que el efecto nocivo de la rotenona empleada desaparezca. Otro caso es el de las moras y las cabras. Hace más de una década decidieron acabar con las cabras, pues se estaban reproduciendo fuera de control. A finales de los noventa publicaron un aviso clasificado que decía."Necesitamos francotiradores (urgente)". Se inició entonces la persecución de cabras desde helicópteros por cazadores armados con rifles calibre 22 y miras telescópicas. Los cadáveres quedaron abandonados para su descomposición. Supuestamente ocurre rápidamente y no causa ningún daño al medio ambiente. Quizá pensaron lo mismo cuando trajeron las primeras cabras. Pero no mataron todas las cabras; los pasajeros de los lujosos barcos turísticos hacen donaciones para acabar con las invasoras: dan miles de dólares al año. Si se acaban las cabras, se acaba la plata. Las cabras se comían y controlaban a la mora, invasora también. Ahora no hay quien la controle y se está expandiendo rápidamente, desplazando a las especies nativas y cubriendo todo el suelo. Esto ha afectado a varias especies, como al endémico Gavilán de Galápagos: con tanta vegetación sus presas pueden esconderse fácilmente y hoy en día está en peligro de extinción, y parece que es porque se está muriendo de hambre.
—Es curioso pensar lo que diría Darwin de esta situación, ¿no? Tan sólo ciento cincuenta años después de haber publicado El Origen de las Especies.
Aunque se dice que las especies invasoras son el principal riesgo de las islas, la UNESCO identificó otras amenazas cuando incluyó al archipiélago en la lista de patrimonios naturales en peligro de extinción: el crecimiento del turismo y de la inmigración. Seguramente el impacto de los residentes, y los casi 200,000 visitantes anuales (número que crece enloquecidamente, si tenemos en cuenta que hace 30 años este número era de alrededor diez mil) sea igual o más perjudicial. Otro problema son los piratas modernos que cazan ilegalmente ballenas, tiburones, y focas, poniendo en peligro el equilibrio marino. Y claro, la contaminación: hace poco naufragó Jessica, un buque petrolero que vertió el crudo directamente en el mar.
—Y pensar que ahora, pedaleando, la gasolina es lo que comemos. Qué rico ser autónomo —dije mientras pensaba que la contradicción entre la charla y el paisaje me producía sentimientos encontrados: culpa y placer, miedo y emoción.

El camino de tierra roja se terminó en una cerca donde amarramos las bicicletas y cargamos el equipaje. Caminamos por un sendero de arena entre un bosque fantástico: primero árboles de palosanto y Opuntia —un extraño cactus endémico que tiene tronco y corteza— después aparecieron los árboles de Manzanillo con sus ramas largas que se extienden horizontalmente, entrecruzándose unas con otras, coronadas con una provocativa manzanita venenosa. Finalmente llegamos a la bahía: una sucesión de playas de arena clara con cactus, el turquesa del mar, rocas de lava negra con pelícanos, piqueros patas azules y cangrejos escarlata. Detrás de la playa había un cuerpo de agua dulce con patos y flamingos rosados. Todas las playas de Galápagos son muy diferentes entre sí, pero comparten una cosa: la experiencia de estar en ellas es única: un día me metí a caretear en una playa en San Cristóbal, y en un momento estuve rodeado por once tortugas marinas; otro día estaba buceando en el León Dormido —una piedra enorme en medio del mar que sobresale más de 60 metros, y en la mitad está rota por una grieta que llega hasta treinta metros bajo el mar— íbamos por el fondo de la grieta y cuando levanté la mirada vi sobre nosotros un grupo de más de cincuenta tiburones aletiblancos. Esta playa también era singular. Armamos el campamento y nos metimos al mar. Pasamos la tarde nadando, jugando frisbee y contemplando cómo un grupo de unas doscientas iguanas marinas recibía la energía del calor de los últimos rayos de sol —su sangre es fría, explicó mi primo. Entonces, el color rosado fue tiñendo el cielo poco a poco desde el occidente mientras que la luna salía por el oriente.

Al día siguiente me levanté antes del amanecer sin la necesidad de despertador y salí a recorrer la costa. Vi como el sol iluminaba el cielo levemente, pintándolo de rojo, calentando la tierra: era como un volcán en erupción. Cuando ya se había hecho de día, descubrí un lobo marino que dormía una siesta en la orilla del mar, balanceándose suavemente con las olas. Mientras que yo estaba maravillado con su presencia, él parecía imperturbado por la mía: tras millones de años aislados, los animales de las islas no desarrollaron un miedo instintivo hacia los humanos. Este animal me fascinó durante todo el viaje: un ser gregario que pasa el tiempo jugueteando y pescando bajo el agua, y durmiendo arrunchado en las playas. Ah, y también, ¡oliendo maluco! Sí era un sueño, pero yo no estaba durmiendo. Me quedé entonces mirando al lobo marino dormitando en la orilla del mar. En este viaje por el trópico suramericano estaba conociendo lugares que se degradan progresivamente. Entendí que estas islas encantadas son ahora un laboratorio para entender la existencia —más valioso de lo que fueron cuando las visitó Darwin —: se hace evidente en un lugar aislado el efecto que los humanos tenemos sobre la Tierra. Largo rato permanecí contemplando a esta maravillosa criatura bañarse en las aguas del Pacífico, mientras la luz matinal plateaba las olas, y me invitaba a sumergirme también.
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* Artículo publicado en la revista Viajes & Aventura, # 11, diciembre 2009
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jueves, 19 de noviembre de 2009

Con el silencio el cielo se tiñe de rojo

Al parecer fue el abuelo William el que relató la historia en la maloka durante una de esas largas noches de conversación de los hombres de la comunidad, entre mambe y caguana. Lo cierto es que Rigoberto Kuirú la oyó esa velada y luego la refirió a su familia. Cuando trabajé en el Centro de Investigaciones viví nueve meses en Leticia. En las salidas de campo pasábamos varias semanas en el monte donde nuestra guía solía ser Nelly Kuirú. Fue ella quien me contó esta historia cuando supo de mi inclinación por los relatos de foráneos perdidos en la selva. Aunque no es tan épica como la de Up de Graff y sus cazadores de cabezas, sí me pareció más aterradora. Alejandro Gaviria, director del Centro, me puso en contacto con el grupo de ingleses que habían encontrado la maleta con el diario de la pareja en un afluente del río Javarí. Aunque no pude conservar el manuscrito, sí leí el diario y tomé notas. Las entradas eran anotaciones de lo que sucedía cada día. A pesar de estar en una bolsa seca, la humedad había deteriorado el manuscrito. Sin embargo pude descifrar la mayoría del texto, que confirmaba la primera versión y completaba los detalles. He pasado muchas noches en vela atormentado por lo que ocurrió. La escribo ahora con la certeza de que contiene una clave del ocaso de la esperanza en el pequeño mundo global. Haré la reconstrucción con entera fidelidad.

Aurora, la administradora actual de la Reserva Javarí, recuerda que su predecesor le contó que lo último que preguntaron antes de salir a caminar ese día fue si iban a ver micos en el camino rojo, porque llevaban ya una semana de mala suerte. David y Ana no se diferenciaban de los otros gringos que van a hacer turismo al Amazonas: todos buscan aventuras y esperan tener historias increíbles, es lo que paga el viaje para ellos, tener historias para contar. Los personajes en cuestión llegaron como todos los demás: avión hasta Leticia, seis horas de lancha rápida río arriba hasta Benjamín Constant, en la boca del Río Javarí, dos horas en camioneta hasta Atalaia do Norte, cuatro horas más río arriba por el Javarí en embarcación pequeña, y cerca de dos horas caminando hasta la reserva.

El día que entraron por segunda vez en el sendero rojo no madrugaron como lo habían hecho durante toda la semana; la caminata del día anterior había sido muy fuerte y querían una mañana tranquila. Durmieron hasta las ocho, se alistaron y salieron. En esta reserva cada uno de los recorridos estaba marcado sobre los árboles con líneas de un color. Del rojo sólo habían recorrido una parte, y era el que más les había gustado, especialmente por las cuevas de murciélagos en algunos troncos de árboles viejos. Ese día Ana quería salir a remar por un brazuelo del Javarí, pero David insistió que recorrieran el rojo hasta el final: tenía una corazonada que esta vez sí verían micos; no podrían regresar sin ver a los micos. Decidieron dejar la remada para la hora de las aves, al atardecer. Lentamente recorrieron el sendero, fascinados con lo que iban encontrando en el camino: papagayos, ranas diminutas de colores brillantes, murciélagos. A medida que avanzaban, el bosque se hacía más denso. Oye, ¿has vuelto a ver las marcas rojas?, preguntó David, Hace un rato que no las veo, pero de todas formas no hemos llegado al río, contestó Ana y añadió, dijeron que el camino terminaba en un río. Así que siguieron caminando. Más adelante pararon, Ana tenía hambre. Compartieron una de las granolas y un chocolate, Todavía nos quedan dos botellas de agua, dijo él, y agregó mientras consultaba su reloj, Va a ser la una, ya deberíamos haber llegado al río, dijeron que eran tres horas de camino, De todas formas veníamos despacio, esta zona está muy inundada, Pero me parece extraño, dijo él, llevamos casi cinco horas desde que salimos, creo que es mejor regresar. Ana estuvo de acuerdo. Pero se extrañaron al no encontrar un camino: lo que aparentaba serlo, se desvanecía en la hojarasca. Volvieron al lugar donde habían parado a comer y buscaron la ruta por la que habían venido, pero hacia todas las direcciones había lo mismo: bosque; no encontraron huellas ni ramas rotas ni señal alguna que delatara su paso; nada era familiar. Lo más semejante a un camino eran las inextricables sendas de los animales nocturnos. Ana estaba tranquila, él estaba nervioso, se sentía culpable, Hemos caminado la mayor parte del tiempo hacia el noroeste, vamos ahora al contrario y eventualmente llegaremos. Intentaron guiarse con la brújula, pero era imposible seguir un camino recto por entre el bosque. Gritaban, pero la respuesta, cuando la había, era el canto de aves que ni siquiera veían. Entonces, reían nerviosamente. Avanzar por entre un bosque cada vez más cerrado era difícil. Cuando menguó el calor, Ana advirtió, Es posible que tengamos que buscar dónde dormir, ¿En medio de la selva?, ni loco paso la noche aquí. Cuando oscureció Ana insistió, Seamos realistas, busquemos un lugar para dormir, y armaron un improvisado cambuche con hojas de palma entre las raíces de un árbol.

A medida que oscurecía, los ruidos se multiplicaban; de noche, en la selva todo cobra vida, pulula, y lo manifiesta resonando. Luna nueva, oscuridad total. De repente una nube de mosquitos invadió el cambuche y los atacó, picándolos a través de la ropa. Se embadurnaron con repelente y entonces dejaron de picarlos. Se acostaron en el suelo y se abrazaron. Desde que habían sido novios, años atrás, nunca habían estado en una situación tan íntima. Al cabo de un rato, una hora a lo sumo, la potencia del repelente había mermado y los atacaron de nuevo. Pasaron la noche untándose repelente. David no pudo relajarse: se sentía responsable de haber escogido ese camino y ahora tendría que cuidarla. ¿Cómo no se había percatado a tiempo? Oía animales que caminaban cerca de ellos; en su cabeza, cualquier cosa era posible. ¿Vendría el jaguar? ¿Una serpiente? ¿Tarántulas? Ana dormía por ratos. David sabía que lo importante era aguantar esa noche, con la luz del día todo se resolvería, e imaginó que regresarían a tiempo para desayunar.

Cuando percibieron la aurora estaban despiertos. Compartieron una barra de granola y reservaron otra que les quedaba con los chocolates. El día anterior habían caminado demasiado hacia el sur, así que David propuso ir hacia el este. El calor era opresivo y aún nada resultaba familiar. El sudor sudado sobre sudor seco les irritaba la piel y producía ardor en las picaduras. Al medio día se les acabó el agua y discutieron: David quería tratar de desandar el camino buscando alguna señal; Ana quería seguir adelante, Tu nos estás haciendo dar vueltas, es mejor avanzar, intentar llegar a un río que nos saque a alguna comunidad. No se ponían de acuerdo; la deshidratación los estaba desequilibrando. Encontraron una pequeña quebrada de agua barrosa. Ana decidió tamizar el agua con su brassier, pero no dio resultado: al beber los irritaba, pero tuvieron que hacerlo. Decidieron avanzar: habían andado tanto y la selva era tan densa que no había manera de regresar. El bosque era muy tupido, había muchos troncos caídos, algunos tan grandes que tenían que treparlos para seguir adelante. Entonces pararon a descansar. El día iba a terminar pronto. Habían caminado cerca de once horas y no había cambiado nada, Bueno sí, tengo los pies llenos de ampollas, además va a oscurecer, tenemos que encontrar dónde dormir, y ya no tenemos repelente, Podemos protegernos con barro, sugirió David, y se cubrieron brazos, pies y cabeza. Durante un rato funcionó, pero cuando se secó, los insectos volvieron a picar. Tuvieron que mover una hoja de palma para espantarlos; si se detenían, volvían a picar. David pasó su segunda noche en vela; Ana pudo dormir un rato. A las tres de la mañana se despertó. Se quedaron ahí, quietos, el uno contra el otro, esperando el amanecer. Todavía en medio de la oscuridad escucharon a lo lejos el ruido de un motor. ¿Una planta eléctrica? Oyeron disparos. ¿Cazadores?

Antes de salir a caminar repartieron la última barra de cereal: 150 calorias de esperanza. Encontraron una pequeña quebrada y llenaron las botellas. ¿Oyes?, preguntó Ana, ¿Es un motor?, Creo que sí, dijo él, ¿Vamos?, Sí, y corrieron tras el sonido, gritando. Después de un largo rato se detuvieron. Ana no tenía voz. Ahora no había sonido, ningún motor. Entonces sintieron el ardor en los pies: con las botas de caucho se les habían reventado y agrandado todas las ampollas. Además, a Ana se le había rasgado el pantalón en una pierna quedando desprotegida. Ana propuso, Para que no nos piquen esta noche y podamos dormir, hagamos un hueco y nos cubrimos con hojas y tierra. Terminaron el cambuche con las manos raspadas de tanto cavar. Se acostaron y se taparon, pero los insectos encontraron el camino para picarlos. Las uñas les habían crecido y se maltrataban al rascarse, las heridas se estaban infectando. Ana durmió un rato, pero a media noche se despertó tiritando del frío. Estaba lloviendo y el hueco se había convertido en un pantano. Al menos así no pican, dijo él, y la abrazó. Ella se le acercó y estuvieron así un largo rato. La lluvia era cada vez más fuerte. Los relámpagos iluminaban la selva. Intentaron en vano recoger agua en las botellas: antes de que hubieran llegado al suelo, las gotas ya se habían estallado contra los troncos, las ramas, y las hojas. Al amanecer aún llovía. Ana sentenció, Prefiero morirme antes de pasar otra noche como esa.

Salieron del hueco con la primera luz. Avanzaron en silencio hasta que escampó. Era extenuante: a veces tenían que hacerse de lado para pasar y había troncos con espinas, otras veces, al mover una rama, les caían hormigas dentro de la ropa y los picaban. A pesar de lo tupido del bosque, sintieron cómo el viento abría el cielo: el bosque se iluminó. Unos ruidos los hicieron mirar hacia arriba, Mira, son micos, dijo David, al fin, micos. Ana pensó que si había micos era porque estaban muy alejados. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se sintió perdida. Viéndolos, no sabía si alegrarse o llorar. Los micos se fueron y siguieron caminando en silencio. Más adelante pararon, estaban exhaustos. Descansaron y decidieron hacer un buen lugar para dormir. Eran las dos de la tarde. Mientras David cortaba hojas de palma se quedó mirando el filo de la navaja, y sin pensarlo acarició con él su muñeca, qué fácil sería acabar con todo. Cuando salió de ese ensueño Ana lo estaba mirando. Callaron. Cuando terminaron de armar el cambuche, entraron y se acostaron, pero se llenó de avispas y salieron corriendo. Ana se cayó, David volvió a ayudarla, Sigue tú, déjame acá, No, Ana, tienes que hacer un esfuerzo, De todas formas voy a morir, qué más da, déjame acá, No Ana, párate. Caminaron hasta un lugar seco en un alto e hicieron una especie de carpa con ramas y hojas, se llenaron el cuerpo de barro y antes de que oscureciera se acostaron. Ana abrió los ojos. Una garza, dijo, una garza blanca, Es hermosa, contestó él. La garza, tras un movimiento de resorte, voló. Ana sintió envidia y se puso a llorar. Entre sollozos le dijo, David, dame la navaja, quiero terminar ya con todo esto, para qué otra noche de sufrimiento, de todas formas vamos a morir. David no contestó, no se movió. Los ruidos de la selva ahogaron el silencio por un largo rato. Desde que nos conocimos y nos enamoramos, cuando hacíamos parte de la Organización Ambiental queríamos conocer el Amazonas, dijo Ana, han pasado muchos años y ahora estamos acá, pensando cómo será nuestra muerte. Tras un silencio, Ana se durmió. David pasó la cuarta noche en vela. Antes de la madrugada ella se despertó. David, ¿Sí?, ¿Has dormido?, No. Silencio. Ella continuó, Estaba pensando en lo que dejamos en la cabaña: las hamacas, el toldillo, la estufa, las linternas, los purificadores de agua, la comida… Silencio. Quiero carne, me muero por comer carne, Es mejor que no pienses en eso, Estoy muerta de hambre, quiero un pedazo de carne… Tengo todavía un chocolate, lo guardé, podemos comerlo ahora, No, yo no lo quiero, comételo tú.

Ana comió, se levantó y volvieron a caminar. Entonces dijo, ¿Oyes? ¿qué es ese ruido?, Sí, lo oigo, ¡viene!, Es un avión. Intentaron gritar, correr, pero ni siquiera lo vieron. Ana gritó de la rabia, ¡Dios! ¡Por qué, por qué! ¿Qué quieres?, y se tiró al piso a rezar. David estaba confundido: no haber creído nunca y ahora querer hacerlo, es una traición, no sería capaz, no podría rezar, no podría pedir. Sólo atinó a decir ¿Vamos?, ¿A dónde?, contestó ella, Tenemos que seguir, Pero, ¿a dónde?, esto ya no tiene sentido, hemos seguido y seguido y parece que sólo damos vueltas, es igual quedarnos acá, No, tenemos que seguir. Ana se paró con esfuerzo, dio unos pasos, pero el dolor en los pies era muy fuerte. Cayó, Sigue sin mí, Nunca seguiré sin ti, Ana, y la ayudó a pararse. Siguieron y llegaron a un lugar inundado, ¿Es un río?, No lo sé, vamos a ver. Caminaron dentro del agua, Es muy profunda, entonces nadaron. Había vegetación subterranea: raíces, ramas, espinas. No había corriente, quizá no era un río, pero sí era esperanza. Penosamente avanzaron por el agua cerca de tres horas. Vieron entonces un claro en el bosque y salieron. Era una superficie muy grande: arena centelleante rociada por el sol y parches de sombra de algunos árboles. Corrieron y se tiraron sobre la arena. Ver el cielo azul y sentir el sol en la piel los alegró. Se acostaron en el piso, sin ropa. Había hormigas, pero no picaban. Sus cuerpos estaban muy maltratados, pero no sentían dolor. Sabes, dijo ella, Había soñado con un lugar así, estaba cerca de un río, y en el río había gente… Cada uno quedó en su ensoñación mientras caía la tarde. Pasado un rato Ana miró a David: Dormía por primera vez en cinco días. Ana abrió la maleta, sacó el diario de la bolsa y buscó una página en blanco. Escribió: El paraíso sí existe. Al fin, ya no hay dolor. Con el silencio, el cielo se tiñe de rojo. Ya no hay prisa. Queda la calma. Guardó el cuaderno en la bolsa seca, lo metió en la maleta, sacó la navaja y caminó hacia el atardecer.

Dos días más tarde encontraron a David cerca de ahí. Estaba inconciente. Hacía cinco días que los estaban buscando. Lo encontraron a 45 kilómetros de la reserva. Después de cargar el cuerpo de Ana, se había desmayado. Dicen que nunca más volvió a hablar.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

"descarado y mil veces descarado"

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Fue lo que mi tía le dijo a don Campiño, el carpintero que lleva seis meses mintiendo sobre cuándo entregará los muebles: no contesta el teléfono; dice que "hoy" pero no llega nunca; inventa tormentas; dice "alo, alo, no entra bien..."

Así que mi tía lo llamó de un teléfono desconocido, un sábado, a las once de la noche.
—Aló.
—Descarado y mil veces descarado.
—¿Con quien hablo?—preguntó el descarado, pensando en un instante en todas las mujeres, en todas sus mujeres.
Descarado y mil veces descarado.

error en el sistema



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Sé que no soy el único que tiene problemas con los bancos, que los detesta, pero, los necesita. Siempre tuve cuenta en un banco, Davivienda, desde que de pequeño mi mamá me dio una de esas alcancías rojas —como el América— en forma de casa. Me abrieron cuenta y la tuve al menos diez años. La cerré. Primero, porque de tanto viajar, nunca me pareció correcto que me cobraran comisión por sacar dinero en otra ciudad, ¡en el mismo banco! Y porque un día tuve un típico lio y no me dejaron sacar mi plata. Así que cerré la cuenta y me pasé a Bancolombia. Escogí este porque en algunos viajes, como uno en el golfo de Urabá, el único cajero que conseguía en algunso pueblos era bancolombia, así que por eso decidí.

Desde entonces no es que haya estado feliz, pero he estado satisfecho. Hace poco me fui de viaje 2 años. En ese tiempo me parecía que me cobraban demasiado por el uso de tarjeta, pero viajando en bicicleta y en otro país, poco pude hacer, o mejor, poco me importó. Cuando llegué fui a preguntar y me dijeron que era un cobro que se hacía por estar fuera. Pero me seguían cobrando. Así que investigué. dicho cobro no existe. Tenían un "error en el sistema" y me estaban cobrando 3 cuotas de manejo, como si usara 3 tarjetas. Después de la reclamación me devolvieron el dinero usurpado. Pero aún faltaba algo.
—¿y los intereses que dejé de recibir en estos dos años? ¿y la inflación?
Me contestaron que no podían hacer una reclamación por ese item, pues no existía.
—Necesito que me den una carta diciendo que no puedo hacer una reclamación por eso para hacer una demanda.
—En vez de una reclamación, entonces le puedo hacer una nota de solicitud de yo no sé qué— contestó servicialmente.
Quedé satisfecho.
Un mes después llamé apreguntar por el recibo, estaba en trámite. Así que puse otra nota de esas. Al mes, igual. Y al mes, otra vez.
Yo sabía que no era mucha plata, pero simplemente el banco no tiene porqué quedarse con mi plata.

Hoy recibí una llamada al celular mientras preparaba el desayuno. De parte del Banco. Me habían hecho la devolución por los intereses y la inflación que dejé de percibir por aquel "error en el sistema". Son sólo 11,053.66 pesos. No es mucho, pero me alcanza para invitar a Clare a cine. Prefiero eso a que el banco invite a la banca, a costa mío.

Esta vez triunfé, sin embargo, me late que el error en el sistema es mucho más complejo, avispado y ladrón de lo que parece. Creo que se necesita más que una reclamación para solucionarlo. Algo huele mal. Y no soy yo.

nota. Con esa platica fuimos aver inglorious basterds de tarantino