Por Nicolás Van Hemelryck
En la casa de Béyer Cárdenas la pantalla del televisor es pequeña pero acapara las miradas de nueve personas. Unos están sentados en sillas plásticas, otros en hamaca, unos sobre bultos de abono orgánico y los que llegaron de últimos en el piso. Béyer mira la película de pie. Aunque todas las noches hay vecinos que vienen a ver televisión, el domingo es la noche más concurrida: vienen a ver la película. Las de acción son las que más les gustan, y hoy la tensión entre policías, bandidos y policías bandidos no permite que se distraigan. El televisor está en una esquina de la ‘salita’, el espacio central de la casa. Tres de los cuatro costados tiene paredes descascaradas con puertas hacia los cuartos y el depósito. El cuarto lado es abierto al corredor que da acceso a la casa y comunica con la cocina. Los cuartos son oscuros y tienen pocas ventanas, se usan principalmente para dormir. En este espacio abierto, en la ‘salita’, ocurren la mayor parte de las actividades. Cuando la familia está, el televisor sale por la ventana, el radio cuelga de una puntilla en la pared, y los muebles son las sillas plásticas, la hamaca, y un sofá de madera incorporado a una de las columnas del corredor. Cuando se van de la casa, el televisor entra por la ventana, se guardan las sillas y el radio, y sólo quedan los sacos de abono, que hacen las veces de cojines antes de alimentar el cultivo.
Béyer es el único vecino que tiene televisor y planta eléctrica. Los demás aportan ACPM para alimentarla, porque lo peor que puede pasar es que la película se quede empezada por falta de combustible. Dentro de la casa se oyen los gritos y disparos de la película: “¡Esas películas!”, dice Béyer mientras se aleja del televisor, coge la linterna y se aleja de la casa, “se miran unas balaceras y ninguno cae, a ninguno le pegan ni un tiro”. Él sabe que las balas de verdad sí matan.
Afuera, la noche está estrellada. Béyer camina en medio de la oscuridad y alumbra hacia el vivero de café. Verifica el estado de las 3.000 plántulas de café que tiene embolsadas. Decide entrar y coge una de las bolsas. La inspecciona por debajo. Lo repite con otras. Al regresar se acerca a su hermano y socio: “Es hora de transplantar los colinos. Ya se les está doblando la raíz y si no se trasplantan de una vez, después no sirven”.
Entonces viene y se sienta conmigo. Me dice que lo siga para ver dónde voy a dormir. Abre una de las puertas que dan a la ‘salita’ y entramos a un cuarto con piso de tierra donde solamente hay una cama con toldillo y una tabla sobre dos ladrillos a modo de repisa. “Perdonará, no es una suite, pero por el momento es lo que hay, al menos podrá descansar. Acá vienen muchos invitados, viene mucha gente a conocer la finca y me da pena no poder recibirlos bien. Tengo que arreglar la casa: echarle piso a las piezas, reforzar los muros que se están cayendo y están apuntalados, tengo que dejar la cocina bien montada, comprar camas y colchones, mejor dicho. Ah claro, y hacer el baño. Y afuera, tengo que terminar el beneficiadero del café, sembrar frutales, yuca, dejar el agua bien instalada y poner el molino en la quebrada para tener luz”. Cuando termina la lista remata con decisión: “Pero la casa me la tiene que dar el café y como hasta hace poco estoy empezando de nuevo…”.
De la colonización a la coca
La colonización de la Serranía de San Lucas, en cuyas faldas se extiende el municipio de Santa Rosa del Sur (Bolívar), es reciente. Los primeros que vinieron a trabajar estás montañas llegaron en los años cincuenta y sesenta de Boyacá, Santander y Antioquia. Lo hicieron huyendo de la violencia, del hambre y de la falta de tierras. Para entonces, desde Santa Rosa del Sur llegaban rumores sobre la abundancia de tierra fértil, de oro y agua. Hoy en día es posible encontrar veredas donde casi la totalidad de sus habitantes provienen de un solo municipio. En las veredas cercanas a la de Béyer, la mayoría llegaron de un pueblo de Boyacá llamado Rondón.
Los colonizadores se fueron estableciendo sobre la Serranía, alrededor de la pequeña población de Santa Rosa del Sur. En los cincuenta el pueblo era solamente un par de casitas. Los recién llegados sembraron los cultivos que trabajaban en sus tierras de origen: café, cacao, frijol, plátano, yuca y arroz. Aunque Santa Rosa se encuentra en la que debería ser una posición privilegiada, en la práctica está desconectada del país.
Esa historia de migraciones y colonización también la vivió doña Anita Ríos, la madre de Béyer. Doña Anita nació en Cundinamarca, en un pueblo llamado El Rosal y en Rondón conoció a Benedicto Cárdenas, quien sería su esposo. Por un tiempo vivieron de cultivar papa, pero las dificultades y las historias que llegaban de los que se habían ido, hicieron que en los años sesenta emigraran a Santa Rosa del Sur. Cuenta que, cuando llegaron, la región estaba cubierta de selva y había mucha tierra disponible. Con duro trabajo la familia llegó a tener dos fincas y una casa en el pueblo. Sus hijos crecieron en el campo, entre los cultivos y la escuela.
Béyer fue el cuarto de siete hijos. Cuando iba a entrar a quinto de primaria, Don Benedicto lo mandó al pueblo para que hiciera el bachillerato. Para ese momento, en el pueblo ya se veía la abundancia que trae la coca y Béyer decidió salirse del colegio cuando terminó primero de bachillerato. “A mí papá sí le interesaba que estudiáramos”, cuenta Cárdenas, “él nos decía: ‘yo no quiero que sean unos burros como yo, que no sé leer ni escribir, yo quiero que ustedes estudien’. Pero no le paré bolas, yo no quería estudiar, yo quería era trabajar, y me enseñé a la plata y me olvidé del estudio. Yo pensaba que de ahí a que me graduara todavía faltaba mucho tiempo, y preferí dedicarme a trabajar. Si yo hubiera seguido estudiando, imagínese… Ahora tengo 27 años y trabajo como técnico y me hace muchísima falta el estudio. Hasta ahora estoy estudiando el bachillerato”.
Béyer el minero
Con ansías de trabajar y de ganar buen dinero, Béyer decidió irse con unos amigos para las minas de oro de La Serranía de San Lucas. Tenía doce o trece años. “Cuando conseguí trabajo yo no sabía nada de la mina, no conocía el proceso del oro. Allá aprendí todo de la mina: aprendí a enmaderar los cúbicos, aprendí a trabajar con dinamita, aprendí el proceso que lleva el oro, a manejar los entables y la maquinaria que se emplea, los mototaladros eléctricos que se usan para perforar y colocar la dinamita. Aprendí algo sobre la cianurada[1], que es el proceso que se le hace al oro con el veneno, con el cianuro. Eso sí no me gustó porque es demasiado tóxico, demasiado perjudicial para la salud”, recuerda Cárdenas de sus años en las minas.
Aunque el trabajo en la mina era duro, la ilusión del oro lo mantuvo enganchado. Tras cuatro años de intensa labor decidió dejar el oficio: lo poco que ganaba lo tenía que volver a invertir. La mina requiere muchos insumos para su explotación y los precios de todo —incluida la comida— son muy altos, no sólo por la riqueza que las rodea, sino por la dificultad de llevar cualquier producto hasta ellas.
El desencanto con el oro y el ambiente que por entonces se respiraba en el pueblo, fueron conduciendo a Béyer al negocio de la coca: “En ese momento yo ya estaba más grandecito y unos amigos me convidaron a raspar coca con ellos. No fue difícil decidirme: a la semana se hacían 100 ó 200 mil pesos y yo, apurado, terminaba el mes con 100 mil. Entonces me fui con ellos para una zona que se llama San Juan del Río Grande.”
Béyer el raspachín
Béyer estuvo vinculado al negocio de la coca durante seis años. Primero trabajó como raspachín, que es la persona encargada de recolectar las hojas de la mata de coca para llevarlas al preseco que finaliza en la pasta. Sin embargo, su ambición lo llevo rápidamente a participar en los diversos ámbitos del negocio: conseguía el material para procesar la hoja: perga (pergamato de sodio) y amoniaco; compraba mercancía (pasta de coca) en la montaña para los negociantes del pueblo. Se asoció con su hermano menor y juntos invirtieron las ganancias para hacer sus propios cultivos. Dejaron de raspar por una temporada, se fueron a la finca y tumbaron dos hectáreas de selva que tenía su hermano: “Derribamos la montaña. La quemamos. Ahora eso me duele mucho”, cuenta Béyer arrepentido.
En ese momento consiguió que Inés aceptara ser su mujer y se fuera con él a la finca. Ella tenía 18 años recién cumplidos y salía con él desde los 16. Cuando estaban en la finca, Inés cocinaba para los obreros (raspachines). Cuando Béyer iba a raspar a otras fincas, ella se quedaba en el pueblo trabajando en un supermercado. Con lo que ganaban le pagaban a los obreros de su propio cultivo. Cada vez que la cosecha estaba lista, volvían a su finca a raspar sus propias plantas. Consiguieron los insumos para procesar la hoja —gasolina, perga, amoniaco— y a un muchacho que hacía las veces de químico y era el encargado de sacarle el rinde a la hoja, la base. De esa época Béyer recuerda que “Nos encaminamos solamente a trabajar con mafia y abandonamos la agricultura. No sembrábamos comida. (…) La comida se la comprábamos a los vecinos, a gente que no le gustaba trabajar con coca. (…) [la coca] Daba plata para andar bien vestidos, para tener motos bonitas, finas y para tomar traguito fino. A uno no le servía un cultivo de café: se demora dos años en producir y lleva bastante inversión. La coca está dando la primera raspa a los seis meses, y desde ahí está dejando plata. Después uno empieza a recibir sin hacer nada.”
Durante el tiempo que los esposos Cárdenas estuvieron involucrados en los cultivos ilícitos debieron enfrentarse al ambiente siniestro del negocio. En el negocio de la coca la muerte llega por cualquier cosa. Muchas veces cae gente inocente. A veces los matan por robarles la mercancía. También los matan por no obedecer la ley de la mafia: el negocio lo maneja el más poderoso.
Primero era la guerrilla. Después los paramilitares los sacaron para tener el control. El que manda es el encargado de comprar toda la mercancía de la región para sacarla y venderla en las ciudades. Si alguien compraba mercancía por su cuenta, o la sacaba sin el permiso (y la vacuna) de los grupos armados al margen de la ley, lo mataban y se la robaban. Si tenía propiedades, se las quitaban. Tenían retenes en todas las vías de acceso. Durante muchos años fue difícil salir de la región. A Inés una vez le rompieron la suela de las botas que tenía puestas, el único calzado que llevaba, para buscar coca entre las suelas de caucho. La requisa era profunda y muchas mujeres aún recuerdan con molestia las humillaciones por las que pasaron.
Sobre esa época cuenta Béyer “Si alguien lograba sacar 30 ó 40 kilos en un viaje, después de 2 ó 3 viajes ya estaba plantado con cualquier 70 u 80 millones. Por la avaricia murió mucha gente. Mucha gente inocente. Si alguien mal informaba a los grupos, no se tomaban el tiempo en verificar las acusaciones, de una vez los sacaban del pueblo de noche y los mataban. Los mataban porque los consideraban milicianos de la guerrilla, o porque se decía que eran torcidos y negociaban coca sin permiso. Los mataban y los tiraban al río. Bajaban tantos muertos que en un pueblo río abajo pusieron una red de lado a lado para atajar los cadáveres.”
Durante muchos años la guerrilla ejerció el poder en la región. Había ejército y policía, pero no eran suficientes para controlar. Era común encontrarse con un retén guerrillero a cinco minutos del puesto de policía. Béyer recuerda que una vez el pueblo se rebeló. Antes de que entraran los paramilitares hubo un intento de toma por parte de la guerrilla, pero la gente se defendió y se enfrentó a la guerrilla a bala. Dice que esa vez las armas de la mafia sí sirvieron para algo. Durante la toma no había luz. Entre la gente y la policía atacaron a los guerrilleros y dieron a muchos de baja. Después los paramilitares se encargaron de sacarlos del todo.
La entrada de paramilitares ocurrió lentamente. Cuentan que se fueron infiltrando de a uno en uno. Primero llegaron unos como relojeros o vendedores ambulantes para descifrar como funcionaba el control del pueblo e identificar a los guerrilleros. Los fueron matando hasta sacarlos del municipio. Así se apoderaron de la región. Y del negocio. Según Béyer “ahí sí se puso peor. Andaban en el pueblo, vivían en el pueblo y mandaban en el pueblo. Iban en motos finas, en carros finos. Cargaban las armas. Todo el mundo sabía quienes eran pero nadie decía nada. Estuvieron como cinco años acá”.
El negocio de la coca estaba estratificado. El grupo que controlaba el negocio en el momento tenía hombres de confianza encargados de conseguir la mercancía. Iban al pueblo con 200 o 300 millones. Estos a su vez tenían hombres de confianza que compraban a los productores. Los paramilitares manejaban la plata del negocio, de la coca, de la muerte. Todo el mundo sabía y todos trabajaban con eso: “Bueno, uno no puede decir que todo el mundo, pero la mayoría del pueblo estaba untado con eso. Todas esas casitas finas que se miran, todos esos carritos por ahí, todo eso es plata de eso. Todo. Eso sí hay que aceptar que en el apogeo de la mafia la mayoría de la gente era dueña de cultivos [ilícitos]. Si no cultivaban, eran compradores en el pueblo.”
Béyer, la coca y la plata
Béyer estuvo vinculado al negocio de la coca durante tres años. Siempre trabajó con su mujer y su hermano.
Cuenta Cárdenas: “El futuro de nosotros era seguir sembrando coca. Así hacía todo el mundo. En tres añitos que lo dejaran a uno coronar, que no lo molestaran, ya se hacía cualquier 100 millones libres. Eso era rapiditico. Después de eso uno no pensaba en nada más. Ya con la plata uno superaba todo. Ya podía comprarse una casa, podía comprarse un carrito más o menos fino. Yo me ganaba harto. Raspando me rendía bastante. Solamente como raspachín llegué a ganarme 1´200.000 en 20 días. A veces sacaba 400 mil raspando en una semana”.
Entre más avanzado en la cadena del negocio de la coca, más grande la ganancia. Y el riesgo. Como comprador las utilidades eran mucho mayores. Por cada kilo de mercancía que ayudaran a conseguir les pagaban 50 mil pesos. Usualmente conseguían 5 ó 10 kilos. “Le daban la pesa y la plata para que comprara. Las pesas siempre estaban arregladas: cuando se la daban le decían ‘bueno, esta se roba veinte’. Eso son veinte gramos por kilo. Y claro, uno pesaba uno por uno, para robarse más. En cuatro pasadas se robaba 80 gramos.”
El comprador siempre verificaba la calidad de la mercancía quemándola y haciéndole un proceso con ácido. Así estuviera perfecta argumentaban que estaba un poco húmeda y descontaban 10% del peso en agua: “Uno sabía que estaba buena. Igual, si estaba húmeda, qué le costaba ponerla dos horas al sol. Entonces, se ganaba 50 mil por kilo, y de cada uno se robaba 20 gramos, más el descuento. En una semana se hacía 3 ó 4 millones. Rapiditico”. Continúa Béyer: “Así se llenó de plata mucha gente. Era facilito. Ya no. Como se dio cuenta, allá arriba hay helicóptero descargando tropa, allá en el filo. En esta vereda había harta coca. Ahora no. Los erradicadores le están dando duro. Esa es la única manera como pueden vencer la coca porque a nosotros nos bajaron la moral fue así”.
Salvados por la erradicación manual
Cuando le arrancaron las plantas de coca, Béyer tenía sembradas tres hectáreas y media. Había dos hectáreas que estaban en producción y que habían dado tres raspas. La otra parte del cultivo estaba lista para sacarle la primera raspa cuando la arrancaron. “Imagínese, yo calculo que lo que teníamos listo para raspar producía como 1000 arrobas. Si todavía tuviéramos los cultivos tendríamos mucha plata, o estaríamos presos, o estaríamos muertos. No sé qué habría pasado si no hubiera llegado el Programa de Guardabosques de Acción Social. Usted sabe que ese negocio le puede dar plata a uno. Pero también lo puede llevar a la cárcel o a la muerte, como terminaron muchos de los compañeros por estar jodiendo con esa vaina. Cuando a uno le arrancan un cultivo de coca lo piensa dos veces antes de sembrar otra vez. Hay gente terca que vuelve a sembrar. Yo no.”
El Programa Familias Guardabosques llegó primero a Santa Rosa del Sur por medio de los foros de socialización y después a las veredas. Para que alguien pudiera hacer parte de este Programa tenía que pertenecer a una vereda libre de cultivos ilícitos. Eso incentivó que los vecinos presionaran a los cultivadores para que dejaran de cultivar. En los casos extremos les arrancaban las plantas a la fuerza. Ese fue el caso de Béyer quien, cuando asistió a la siguiente reunión de la Junta de Acción Comunal (JAC) de la vereda, estaba tan bravo que nadie fue capaz de defender la iniciativa de la comunidad. Béyer conminó al Presidente de la JAC a que le respondiera por lo que le habían quitado: “Me fui al pueblo a la casa de mi mamá. Me fui tranquilizando y ella me dijo ‘para qué se busca problemas. Igual ya no tiene el cultivo y no pierde nada metiéndose al Programa de Guardabosques’. Y tenía razón”.
A los pocos días fue con su hermano a preguntar si todavía se podía inscribir. Les dijeron que debían escoger un proyecto productivo: café, caucho, cacao y silvopastoreo “Como mi papá había trabajado el café, pues escogí café. Y ahí empezamos con las primeras capacitaciones”.
Béyer se convirtió en asociado de ASOCAFÉ, la asociación que para ese entonces ya trabajaba con café en Santa Rosa del Sur. Tuvo la suerte de ser uno de los beneficiarios escogidos para ir a conocer una plantación de café en Floridablanca, cerca de Bucaramanga. Regresó tan ilusionado con lo que conoció que le pidió a su hermano que le bajara todo lo que encontrara sobre café en internet: “‘Pero hay mucho’, me dijo mi hermano. ‘No importa, tráigame todo lo que encuentre’, y me sacó un montón de copias y me puse a estudiar porque sentía que necesitaba saber más para el cultivo”.
Varios meses después dijeron que necesitaban técnicos para trabajar con ASOCAFÉ. Uno de los requisitos era ser bachiller. “Pero yo sabía mucho de café. Entonces fui y le dije al profe Héctor que yo quería hacer el examen, así no me dejaran por no tener el diploma, yo quería medirme”. La cuñada le ayudó a hacer la hoja de vida y Béyer se dedicó a preparase para el examen estudiando más sobre café. Estudió hasta la noche antes del examen, en que Inés, su mujer, tuvo que trasnochar preguntándole todo lo que había en los libros y fotocopias. Se le cerraban los ojos y Béyer la despertaba para que siguiera preguntándole. Ella se burlaba: “pero si usted es un bruto, usted no va a poder”.
Cuando Béyer llegó al colegio donde iban a presentar el examen ya estaban casi todos los demás. Eran más de 20. También estaba el gerente de ASOCAFÉ Héctor Soler, el ingeniero agrónomo y un representante del programa Áreas de Desarrollo Alternativo Municipal (ADAM), la organización que le dio el proyecto a ASOCAFÉ.
Fue el tercero en entregar el examen y se fue para la casa. Les habían dicho que a las dos de la tarde llamarían a los 10 mejores para entrevista: “Me fui para la casa de mi mamá y me puse a ver televisión y me olvidé de esa vaina”.
¿Quién es Béyer?
Béyer Cárdenas quedó entre los 10 mejores en el examen y pasó a la fase de entrevista. El jurado estaba conformado por Héctor Soler, el ingeniero agrónomo de ASOCAFÉ, un representante de la Alcaldía, una ingeniera de APROCASUR[2], y un representante de ADAM. “No, santísima”, dice Cárdenas, “Yo no estaba enseñado a hablarle así a la gente. Me daba pena. A mi comenzó a darme susto. Cuando me llamaron me temblaban los pantaloncillos. Me saludaron, me senté y comenzaron. Lo primero que me preguntaron fue ‘¿quién es Béyer?’, y yo me quedé como extrañado. ‘Pues Béyer soy yo’. ‘Pero quién es la persona Béyer’. ‘Béyer es una persona emprendedora, echada pa’ lante, responsable con el trabajo, con ganas de salir adelante, y de buena familia’”.
“También me preguntaron sobre cómo trataría a una comunidad, sobre densidades de siembra y la manera como se hace un germinador en la arena. Esa era facilita porque yo me la sabía pero con esa corcharon a más de uno. El profe Héctor me pregunto sobre mis ideas para el futuro y mi percepción de la empresa. Yo había estudiado sobre el café y me hicieron preguntas sociales y ambientales. Me corcharon. Bueno, no me corcharon, pero sí me pusieron a pensar un poquito. Yo pensaba que necesitaban expertos en café, pero sobretodo buscaban a alguien que fuera muy sociable, que fuera amigo de toda la gente en el campo, que nos los tratara con orgullo ni superioridad y se hiciera querer de la gente.”
Al final le agradecieron y le dijeron que lo llamarían si quedaba elegido. Después de hacer vueltas en el pueblo se fue hacia la finca. En la mitad del camino le hicieron señas de una tienda en la carretera. Que lo había llamado el hermano y que le devolviera la llamada urgente: “Yo alcancé a pensar: será que quedé. Y claro, cuando llamé a mi hermano, que me habían llamado y me necesitaban porque me habían escogido”. Inmediatamente se fue para la finca a contarle a Inés pero ella no le creía.
Béyer el técnico
“Cuando me escogieron, no lo dude. Yo estaba esperando una oportunidad como esa, y con el trabajo vino el cambio, un giro de 180º. Antes yo hacía trabajo pesado, en las minas, en las fincas, con machete y maquinaria. Ahora mi trabajo es manejar moto, recoger información y llenar planillas. Y lo mejor es que estoy estudiando y aprendiendo. Ya llevo año y medio trabajando como técnico y todos los días aprendo algo en las fincas. Todo lo que sé lo estoy aplicando en mi finca y como mi finca está tan bien, la gente me cree”.
“Lo más difícil es trabajar con gente mayor porque son muy tercos y no creen que un muchacho les pueda enseñar. Entonces les digo que yo no voy a enseñarle cómo trabajar, sino a presentarle técnicas de café para que aproveche mejor el terreno, mejore el cultivo y reciba más ingresos. También les enseño a cuidar el medio ambiente, los nacimientos de agua, las quebradas y los bosques. En todas las visitas les recuerdo lo mismo. Al principio no me hacían caso, y ahora me muestran orgullosos como están protegiendo. Al principio me decían que para qué cuidar los nacimientos si el agua sobraba en la región. Entonces yo les decía ‘¿usted sabía que el agua vale más que la gasolina?’ y claro, no me creían, entonces les decía que el agua es más cara que la gasolina. ‘¿quién dijo eso?’, ‘yo se los digo’ y los ponía a hacer el cálculo del precio de un galón de gasolina y de uno de agua. Al final me decían: ‘oiga, verdad, tiene razón’, y se quedaban pensando”.
“Yo cuido mucho el medo ambiente. Ahora me duele mucho haber tumbado tanta selva para sembrar coca. Tumbamos hasta la orilla del caño y siento una carga de consciencia. Cuando tenía nueve años me iba a pescar con mi hermano en ese cañito. Nos parábamos en una piedra y sacábamos unos pescados que parecen bagrecitos y se llaman jaboneros. Hace poco volví con mi hermano y el caño estaba muy seco. Ya es imposible pescar desde la misma piedra, el caudal se ha reducido mucho. Yo sé que es consecuencia de lo que hicimos y de lo que todavía hace la gente montaña arriba”.
Béyer y su cafetal
Además de ser técnico, Béyer cultiva café. Todas las enseñanzas las aplica concienzudamente en su finca y es reconocida como la mejor plantación. Hay tres mil plantas de café listas para su primera cosecha y otras dos mil quinientas en el vivero a punto de ser transplantadas.
El ideal es que una plantación tecnificada con cinco mil plantas por hectárea produzca 35 cargas de café. Béyer prefiere no generar expectativas que no se van a alcanzar, entonces le dice a la gente que le puede producir 20 cargas con la certeza de que eso será suficiente para ellos, comparando con lo que han recibido siempre. Si una hectárea produce 20 cargas, quedan 20 millones. La mitad se utiliza para el cultivo y quedan 10 millones libres: “¿Qué más quiere usted? Que una hectárea le de eso ya es suficiente”.
Lo que más disfruta Béyer son las ECAs (Escuelas de Campo). Consisten en talleres mensuales con las comunidades en las veredas. Se trabajan tres componentes: socioempresarial, ambiental y técnico. La comunidad escoge el tema que quiere trabajar. A veces hacen asesorías de café o de plátano. Otras veces hacen asesorías para que puedan sacar un crédito con ACCIÓN SOCIAL como fiador para poder invertir en abonos y plaguicidas. Al principio la gente es tímida, pero después de algunas dinámicas entran en confianza. Cuenta Béyer que hay señores muy serios que después de un rato se relajan y bailan en frente de los demás. Debaten sobre las técnicas para sembrar el café y las enfermedades.
Y, hoy en día ¿quién es Béyer?
“Soy una persona que a pesar de haber tenido muchos obstáculos y de haber hecho cosas que no debí haber hecho, aproveché la oportunidad que me dieron y salí adelante. No siento que sea más que nadie, pero sí que soy un ejemplo para otros muchachos que están metidos en el cuento de hacer plata. Ese no es el fin. Eso pasa cuando uno no se valora y piensa que para ser alguien en la vida lo más importante es la plata. Ahora soy una persona diferente, con otra mentalidad y voy para adelante. Soy muy responsable con el trabajo y no creo que tengan una sola queja sobre mí. Ni las van a tener. Yo voy bien en las visitas que hago de asistencia técnica. Le he quedado bien a los asociados, al ingeniero y a la empresa. Soy una persona que voy para adelante, no le tengo miedo a la pobreza porque siempre he sido pobre. Ahora quiero ser una persona, quiero estudiar y ser ingeniero agrónomo que es lo que me gusta, así termine a los 30 ó 40 años. Eso no me importa, pero es una meta que me voy a poner y que voy a ser capaz de cumplir. Yo quiero que algún día mi hijo Andrey diga, ‘mi papá es ingeniero’ o ‘mi papá es tal cosa’ y que no vaya a decir ‘mi papá es un campesino que vive por allá en una finca’. Es una meta que me voy a poner y yo creo que sí soy capaz.”
Béyer hace un silencio, pierde la mirada y repite: “sí soy capaz”.
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