Al parecer fue el abuelo William el que relató la historia en la maloka durante una de esas largas noches de conversación de los hombres de la comunidad, entre mambe y caguana. Lo cierto es que Rigoberto Kuirú la oyó esa velada y luego la refirió a su familia. Cuando trabajé en el Centro de Investigaciones viví nueve meses en Leticia. En las salidas de campo pasábamos varias semanas en el monte donde nuestra guía solía ser Nelly Kuirú. Fue ella quien me contó esta historia cuando supo de mi inclinación por los relatos de foráneos perdidos en la selva. Aunque no es tan épica como la de Up de Graff y sus cazadores de cabezas, sí me pareció más aterradora. Alejandro Gaviria, director del Centro, me puso en contacto con el grupo de ingleses que habían encontrado la maleta con el diario de la pareja en un afluente del río Javarí. Aunque no pude conservar el manuscrito, sí leí el diario y tomé notas. Las entradas eran anotaciones de lo que sucedía cada día. A pesar de estar en una bolsa seca, la humedad había deteriorado el manuscrito. Sin embargo pude descifrar la mayoría del texto, que confirmaba la primera versión y completaba los detalles. He pasado muchas noches en vela atormentado por lo que ocurrió. La escribo ahora con la certeza de que contiene una clave del ocaso de la esperanza en el pequeño mundo global. Haré la reconstrucción con entera fidelidad.
Aurora, la administradora actual de la Reserva Javarí, recuerda que su predecesor le contó que lo último que preguntaron antes de salir a caminar ese día fue si iban a ver micos en el camino rojo, porque llevaban ya una semana de mala suerte. David y Ana no se diferenciaban de los otros gringos que van a hacer turismo al Amazonas: todos buscan aventuras y esperan tener historias increíbles, es lo que paga el viaje para ellos, tener historias para contar. Los personajes en cuestión llegaron como todos los demás: avión hasta Leticia, seis horas de lancha rápida río arriba hasta Benjamín Constant, en la boca del Río Javarí, dos horas en camioneta hasta Atalaia do Norte, cuatro horas más río arriba por el Javarí en embarcación pequeña, y cerca de dos horas caminando hasta la reserva.
El día que entraron por segunda vez en el sendero rojo no madrugaron como lo habían hecho durante toda la semana; la caminata del día anterior había sido muy fuerte y querían una mañana tranquila. Durmieron hasta las ocho, se alistaron y salieron. En esta reserva cada uno de los recorridos estaba marcado sobre los árboles con líneas de un color. Del rojo sólo habían recorrido una parte, y era el que más les había gustado, especialmente por las cuevas de murciélagos en algunos troncos de árboles viejos. Ese día Ana quería salir a remar por un brazuelo del Javarí, pero David insistió que recorrieran el rojo hasta el final: tenía una corazonada que esta vez sí verían micos; no podrían regresar sin ver a los micos. Decidieron dejar la remada para la hora de las aves, al atardecer. Lentamente recorrieron el sendero, fascinados con lo que iban encontrando en el camino: papagayos, ranas diminutas de colores brillantes, murciélagos. A medida que avanzaban, el bosque se hacía más denso. Oye, ¿has vuelto a ver las marcas rojas?, preguntó David, Hace un rato que no las veo, pero de todas formas no hemos llegado al río, contestó Ana y añadió, dijeron que el camino terminaba en un río. Así que siguieron caminando. Más adelante pararon, Ana tenía hambre. Compartieron una de las granolas y un chocolate, Todavía nos quedan dos botellas de agua, dijo él, y agregó mientras consultaba su reloj, Va a ser la una, ya deberíamos haber llegado al río, dijeron que eran tres horas de camino, De todas formas veníamos despacio, esta zona está muy inundada, Pero me parece extraño, dijo él, llevamos casi cinco horas desde que salimos, creo que es mejor regresar. Ana estuvo de acuerdo. Pero se extrañaron al no encontrar un camino: lo que aparentaba serlo, se desvanecía en la hojarasca. Volvieron al lugar donde habían parado a comer y buscaron la ruta por la que habían venido, pero hacia todas las direcciones había lo mismo: bosque; no encontraron huellas ni ramas rotas ni señal alguna que delatara su paso; nada era familiar. Lo más semejante a un camino eran las inextricables sendas de los animales nocturnos. Ana estaba tranquila, él estaba nervioso, se sentía culpable, Hemos caminado la mayor parte del tiempo hacia el noroeste, vamos ahora al contrario y eventualmente llegaremos. Intentaron guiarse con la brújula, pero era imposible seguir un camino recto por entre el bosque. Gritaban, pero la respuesta, cuando la había, era el canto de aves que ni siquiera veían. Entonces, reían nerviosamente. Avanzar por entre un bosque cada vez más cerrado era difícil. Cuando menguó el calor, Ana advirtió, Es posible que tengamos que buscar dónde dormir, ¿En medio de la selva?, ni loco paso la noche aquí. Cuando oscureció Ana insistió, Seamos realistas, busquemos un lugar para dormir, y armaron un improvisado cambuche con hojas de palma entre las raíces de un árbol.
A medida que oscurecía, los ruidos se multiplicaban; de noche, en la selva todo cobra vida, pulula, y lo manifiesta resonando. Luna nueva, oscuridad total. De repente una nube de mosquitos invadió el cambuche y los atacó, picándolos a través de la ropa. Se embadurnaron con repelente y entonces dejaron de picarlos. Se acostaron en el suelo y se abrazaron. Desde que habían sido novios, años atrás, nunca habían estado en una situación tan íntima. Al cabo de un rato, una hora a lo sumo, la potencia del repelente había mermado y los atacaron de nuevo. Pasaron la noche untándose repelente. David no pudo relajarse: se sentía responsable de haber escogido ese camino y ahora tendría que cuidarla. ¿Cómo no se había percatado a tiempo? Oía animales que caminaban cerca de ellos; en su cabeza, cualquier cosa era posible. ¿Vendría el jaguar? ¿Una serpiente? ¿Tarántulas? Ana dormía por ratos. David sabía que lo importante era aguantar esa noche, con la luz del día todo se resolvería, e imaginó que regresarían a tiempo para desayunar.
Cuando percibieron la aurora estaban despiertos. Compartieron una barra de granola y reservaron otra que les quedaba con los chocolates. El día anterior habían caminado demasiado hacia el sur, así que David propuso ir hacia el este. El calor era opresivo y aún nada resultaba familiar. El sudor sudado sobre sudor seco les irritaba la piel y producía ardor en las picaduras. Al medio día se les acabó el agua y discutieron: David quería tratar de desandar el camino buscando alguna señal; Ana quería seguir adelante, Tu nos estás haciendo dar vueltas, es mejor avanzar, intentar llegar a un río que nos saque a alguna comunidad. No se ponían de acuerdo; la deshidratación los estaba desequilibrando. Encontraron una pequeña quebrada de agua barrosa. Ana decidió tamizar el agua con su brassier, pero no dio resultado: al beber los irritaba, pero tuvieron que hacerlo. Decidieron avanzar: habían andado tanto y la selva era tan densa que no había manera de regresar. El bosque era muy tupido, había muchos troncos caídos, algunos tan grandes que tenían que treparlos para seguir adelante. Entonces pararon a descansar. El día iba a terminar pronto. Habían caminado cerca de once horas y no había cambiado nada, Bueno sí, tengo los pies llenos de ampollas, además va a oscurecer, tenemos que encontrar dónde dormir, y ya no tenemos repelente, Podemos protegernos con barro, sugirió David, y se cubrieron brazos, pies y cabeza. Durante un rato funcionó, pero cuando se secó, los insectos volvieron a picar. Tuvieron que mover una hoja de palma para espantarlos; si se detenían, volvían a picar. David pasó su segunda noche en vela; Ana pudo dormir un rato. A las tres de la mañana se despertó. Se quedaron ahí, quietos, el uno contra el otro, esperando el amanecer. Todavía en medio de la oscuridad escucharon a lo lejos el ruido de un motor. ¿Una planta eléctrica? Oyeron disparos. ¿Cazadores?
Antes de salir a caminar repartieron la última barra de cereal: 150 calorias de esperanza. Encontraron una pequeña quebrada y llenaron las botellas. ¿Oyes?, preguntó Ana, ¿Es un motor?, Creo que sí, dijo él, ¿Vamos?, Sí, y corrieron tras el sonido, gritando. Después de un largo rato se detuvieron. Ana no tenía voz. Ahora no había sonido, ningún motor. Entonces sintieron el ardor en los pies: con las botas de caucho se les habían reventado y agrandado todas las ampollas. Además, a Ana se le había rasgado el pantalón en una pierna quedando desprotegida. Ana propuso, Para que no nos piquen esta noche y podamos dormir, hagamos un hueco y nos cubrimos con hojas y tierra. Terminaron el cambuche con las manos raspadas de tanto cavar. Se acostaron y se taparon, pero los insectos encontraron el camino para picarlos. Las uñas les habían crecido y se maltrataban al rascarse, las heridas se estaban infectando. Ana durmió un rato, pero a media noche se despertó tiritando del frío. Estaba lloviendo y el hueco se había convertido en un pantano. Al menos así no pican, dijo él, y la abrazó. Ella se le acercó y estuvieron así un largo rato. La lluvia era cada vez más fuerte. Los relámpagos iluminaban la selva. Intentaron en vano recoger agua en las botellas: antes de que hubieran llegado al suelo, las gotas ya se habían estallado contra los troncos, las ramas, y las hojas. Al amanecer aún llovía. Ana sentenció, Prefiero morirme antes de pasar otra noche como esa.
Salieron del hueco con la primera luz. Avanzaron en silencio hasta que escampó. Era extenuante: a veces tenían que hacerse de lado para pasar y había troncos con espinas, otras veces, al mover una rama, les caían hormigas dentro de la ropa y los picaban. A pesar de lo tupido del bosque, sintieron cómo el viento abría el cielo: el bosque se iluminó. Unos ruidos los hicieron mirar hacia arriba, Mira, son micos, dijo David, al fin, micos. Ana pensó que si había micos era porque estaban muy alejados. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se sintió perdida. Viéndolos, no sabía si alegrarse o llorar. Los micos se fueron y siguieron caminando en silencio. Más adelante pararon, estaban exhaustos. Descansaron y decidieron hacer un buen lugar para dormir. Eran las dos de la tarde. Mientras David cortaba hojas de palma se quedó mirando el filo de la navaja, y sin pensarlo acarició con él su muñeca, qué fácil sería acabar con todo. Cuando salió de ese ensueño Ana lo estaba mirando. Callaron. Cuando terminaron de armar el cambuche, entraron y se acostaron, pero se llenó de avispas y salieron corriendo. Ana se cayó, David volvió a ayudarla, Sigue tú, déjame acá, No, Ana, tienes que hacer un esfuerzo, De todas formas voy a morir, qué más da, déjame acá, No Ana, párate. Caminaron hasta un lugar seco en un alto e hicieron una especie de carpa con ramas y hojas, se llenaron el cuerpo de barro y antes de que oscureciera se acostaron. Ana abrió los ojos. Una garza, dijo, una garza blanca, Es hermosa, contestó él. La garza, tras un movimiento de resorte, voló. Ana sintió envidia y se puso a llorar. Entre sollozos le dijo, David, dame la navaja, quiero terminar ya con todo esto, para qué otra noche de sufrimiento, de todas formas vamos a morir. David no contestó, no se movió. Los ruidos de la selva ahogaron el silencio por un largo rato. Desde que nos conocimos y nos enamoramos, cuando hacíamos parte de la Organización Ambiental queríamos conocer el Amazonas, dijo Ana, han pasado muchos años y ahora estamos acá, pensando cómo será nuestra muerte. Tras un silencio, Ana se durmió. David pasó la cuarta noche en vela. Antes de la madrugada ella se despertó. David, ¿Sí?, ¿Has dormido?, No. Silencio. Ella continuó, Estaba pensando en lo que dejamos en la cabaña: las hamacas, el toldillo, la estufa, las linternas, los purificadores de agua, la comida… Silencio. Quiero carne, me muero por comer carne, Es mejor que no pienses en eso, Estoy muerta de hambre, quiero un pedazo de carne… Tengo todavía un chocolate, lo guardé, podemos comerlo ahora, No, yo no lo quiero, comételo tú.
Ana comió, se levantó y volvieron a caminar. Entonces dijo, ¿Oyes? ¿qué es ese ruido?, Sí, lo oigo, ¡viene!, Es un avión. Intentaron gritar, correr, pero ni siquiera lo vieron. Ana gritó de la rabia, ¡Dios! ¡Por qué, por qué! ¿Qué quieres?, y se tiró al piso a rezar. David estaba confundido: no haber creído nunca y ahora querer hacerlo, es una traición, no sería capaz, no podría rezar, no podría pedir. Sólo atinó a decir ¿Vamos?, ¿A dónde?, contestó ella, Tenemos que seguir, Pero, ¿a dónde?, esto ya no tiene sentido, hemos seguido y seguido y parece que sólo damos vueltas, es igual quedarnos acá, No, tenemos que seguir. Ana se paró con esfuerzo, dio unos pasos, pero el dolor en los pies era muy fuerte. Cayó, Sigue sin mí, Nunca seguiré sin ti, Ana, y la ayudó a pararse. Siguieron y llegaron a un lugar inundado, ¿Es un río?, No lo sé, vamos a ver. Caminaron dentro del agua, Es muy profunda, entonces nadaron. Había vegetación subterranea: raíces, ramas, espinas. No había corriente, quizá no era un río, pero sí era esperanza. Penosamente avanzaron por el agua cerca de tres horas. Vieron entonces un claro en el bosque y salieron. Era una superficie muy grande: arena centelleante rociada por el sol y parches de sombra de algunos árboles. Corrieron y se tiraron sobre la arena. Ver el cielo azul y sentir el sol en la piel los alegró. Se acostaron en el piso, sin ropa. Había hormigas, pero no picaban. Sus cuerpos estaban muy maltratados, pero no sentían dolor. Sabes, dijo ella, Había soñado con un lugar así, estaba cerca de un río, y en el río había gente… Cada uno quedó en su ensoñación mientras caía la tarde. Pasado un rato Ana miró a David: Dormía por primera vez en cinco días. Ana abrió la maleta, sacó el diario de la bolsa y buscó una página en blanco. Escribió: El paraíso sí existe. Al fin, ya no hay dolor. Con el silencio, el cielo se tiñe de rojo. Ya no hay prisa. Queda la calma. Guardó el cuaderno en la bolsa seca, lo metió en la maleta, sacó la navaja y caminó hacia el atardecer.
Dos días más tarde encontraron a David cerca de ahí. Estaba inconciente. Hacía cinco días que los estaban buscando. Lo encontraron a 45 kilómetros de la reserva. Después de cargar el cuerpo de Ana, se había desmayado. Dicen que nunca más volvió a hablar.
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