Cuando no estoy viajando, a veces también reflexiono, a veces pasan cosas, y a veces, las escribo. Otras veces, escribo otras cosas.
martes, 22 de diciembre de 2009
diarios de bicicleta : Galápagos hoy*
—Hoy pedí unos días libres y conseguí que el Parque nos diera permiso para acampar en el Garrapatero —dijo mi primo.
—¿El Garrapatero? —pregunté imaginándome un lugar poco agradable, —¿Qué es eso?
—Un paraíso, ya verá. Y lo bueno es que para ir nos toca pedalear y recorrer media Isla. La gente normalmente alquila una camioneta que los lleve, pero nosotros nos vamos en bici.
Llevábamos varios días en Galápagos, las Islas Encantadas que inspiraron mitos y leyendas, y estimularon las mentes de Darwin, Melville y Vonnegut. Aunque todos los días habíamos conocido lugares maravillosos, el hecho de pasar las noches en Puerto Ayora, pequeña capital, pero una ciudad al fin y al cabo, hacía que siempre faltara algo para compenetrarse con aquel lugar: era inverosímil ver tal cantidad de carros, en general camionetas que llevan a los turistas. Empacamos lo necesario para dormir, cocinar, reparar las bicicletas, y salimos pedaleando. Cómo sólo existe una carretera y el suelo volcánico imposibilita ir a campo traviesa, fue necesario hacer un recorrido hasta la parte alta de la Isla y ahí desviar hacia el Garrapatero. Antes de descender aprovechamos para caminar hasta la punta del cerro de la Media Luna, que tiene vista sobre casi toda la Isla.
—¿Si ven esa bahía azul turquesa rodeada de playas claras? —preguntó mi primo— Ese es el Garrapatero.
Antes ya había recorrido dos veces esa carretera, pero en automóvil. La primera fue desde el aeropuerto hasta la ciudad. Mi primo nos estaba esperando en la esquina de la plaza de mercado. Había pasado un año desde la última vez que nos habíamos visto: él volvía de su viaje en bicicleta por lo que fue Indochina y yo salía hacía el Atrato, a trabajar con la comunidad de Bojayá. Su viaje me había incitado a emprender este que me había traído hasta las Islas: recorrer el trópico americano en bicicleta. Ahora recorríamos juntos las calles de Puerto Ayora, donde él trabajaba como investigador para la Estación Científica Charles Darwin. La segunda vez que recorrí la carretera fue un día regresando de bucear. Durante los trayectos, el chofer pitaba todo el tiempo, a pesar de que la carretera estuviera solitaria. Pedaleando entendí porqué pitaban tanto. Saliendo de la ciudad vi un letrero que decía: cuidado con las aves, utilice el pito. Más adelante entendí la razón de la pitadera: en el pavimento yacían los cadáveres de muchas aves muertas, principalmente pinzones y canarios. Esta era sólo una de las cosas que la velocidad impide ver al viajar en carro, pero que al cambiar de ritmo aparecen.
Después de un largo silencio en el que admirábamos el paisaje desde aquel cerro, pensé que a simple vista el mar aparenta ser una masa uniforme, y dije:
—Es increíble lo que pasa cuando vemos el mundo desde debajo del agua. Estaba pensando que desde la primera inmersión que hice acá en Galápagos comprendí porqué las llaman las Encantadas: mientras estábamos bajo el agua y probábamos el equipo, llamamos la atención de una manada de lobos marinos que vinieron a juguetear con nosotros. Y eso que era una inmersión corta y superficial—, y quedé en silencio recordando.
Aunque ese primer día de buceo no fue el mejor, sí fue fascinante. De las siguientes inmersiones tengo recuerdos imborrables: contemplar eternamente a un tiburón a menos de un metro de distancia; ver el fondo del mar cubierto por un interminable banco de peces del mismo color, mezclados con muchas otras especies, moviéndose sincronizadamente; nadar con pingüinos y verlos cazar pececitos al atardecer, luego verlos en la superficie haciendo el amor y aprender que una vez consiguen una pareja, esta es para toda la vida.
Tras una pausa, continué:
—Ese mismo día fuimos a las Islas de Santiago y Bartolomé para hacer las inmersiones. Ahí me sorprendió el paisaje: árido, volcánico, rojizo; colinas coronadas por cráteres. El capitán de la embarcación me dijo que esos cráteres eran pequeños. Me contó que Isabela es una Isla formada por seis volcanes, y que el mayor, el Sierra Negra, tiene el segundo cráter más grande del mundo, de diez kilómetros de diámetro en el punto más ancho.
—¿Y, vio la famosa roca puntiaguda de Bartolomé? —preguntó mi primo.
—Si, es impresionante, le tomé muchas fotos.
—¿Y, les contaron porqué tiene esa forma?
—No.
—Me lo suponía. Esa es una de las imágenes más famosas de Galápagos; muchos van a conocerla pero nunca les cuentan el origen de esa extraña apariencia: durante la segunda guerra mundial el Ecuador autorizó a los Estados Unidos para que establecieran bases militares en las islas; esa piedra es producto de una práctica de puntería: le dieron su forma a cañonazos.
Sentados en la punta del cerro contemplábamos absortos el paisaje. Recordé la fascinación que me produjo el ver las islas desde el avión: la monotonía del azul turquí del mar se fue atenuando hasta el verde esmeralda, y en las islas aparecieron regiones de lava escarlata, negra, ámbar y naranja, y parches de verde espesura en las partes altas. Miré a mi primo y le dije:
—En el avión me dieron un folleto con las normas y decía algo extraño —buscando en mi diario, leí —: "la naturaleza de las islas debe permanecer en su estado natural para no causar alteración alguna. Únicamente puede tomar fotografías," como pretendiendo detener la evolución, la adaptación a los cambios.
—Acá hay tres temas en conflicto —me explicó—: la naturaleza exótica, el turismo lujoso a gran escala, y los esfuerzos para la conservación. Lo valioso que encontró Darwin acá fue un lugar de la tierra sin poblaciones indígenas, sin intervención de los humanos, donde la naturaleza había estado aislada del resto del planeta durante millones de años, y los cambios se dieron con menos variables interactuando que en el continente. Además, no era un solo entorno: cada isla presentaba un universo particular. Ahora se han introducido tantas especies en tan poco tiempo que el cambio ha sido demasiado brusco, impidiendo que se dé la adaptación naturalmente. Para lograrlo habría que empezar prohibiendo la entrada de seres humanos, y eso no va a pasar nunca, así que están tratando de que llegue la menor cantidad de especies foráneas, y a las que ya llegaron las están erradicando.
—En el avión pensé que también nos iban a erradicar a nosotros: en pleno vuelo sobre mar abierto la azafata repitió en español y en inglés: "now we are going to spray you, ahora, los vamos a fumigar.” Pensé que era el fin. Pero no: salió un azafato recorriendo el pasillo con paso acelerado esparciendo un perfumado spray: pfffffffff —imité el sonido y añadí —: nos explicaron que ese fumigante estaba aprobado por la OMS —agregué.
Desde la Media Luna el camino hasta el Garrapatero fue casi todo bajando. Pedaleando vi un árbol cargado de toronjas. Paré y le pedí a un viejo que estaba cosechando que me regalara una: me dio más de una docena. Me dijo que también llevara moras. Cómo decir que no. Era el señor Aguilar, dueño de varias tierras en la parte alta de la isla. Oriundo de las montañas ecuatorianas del Oro, había venido cuando era joven: en 1957 llegó a San Cristóbal a trabajar como peón en los cultivos azucareros por un año. Aunque el trabajo fue esclavizante, las Islas le gustaron. Entonces quizó volver. En 1960 pudo hacerlo. Desde entonces vive en su finca, cultiva, y cría ganado. Me contó que antes no había ciudad, sino apenas un pequeño caserío. La población de las islas se ha multiplicado dramáticamente, sobrepasando ahora las 30,000 personas.
Mientras pedaleábamos mi primo me dijo que las frutas que nos acababan de regalar eran plantas introducidas. Desde que se descubrieron las Islas se han traído cientos de especies de flora y fauna, tanto accidental como intencionalmente, y con el tiempo esto se ha salido de control. Un claro ejemplo es lo que ocurrió en Isla Pinta: en 1959 unos pescadores llevaron dos cabras; en 1973 se calculaba que había más de 30,000, y en ese entonces las cabras ya eran un problema en varias islas. Aunque la lista es enorme, las especies introducidas más problemáticas son cabras, tilapias, perros, gatos, cerdos, y ratas; por el lado de las plantas: maracuyá, guayaba, y mora; insectos han llegado más de quinientas especies, y algunas se han convertido en plagas: moscas, cucarachas y un hermoso grillo de manchas amarillas, verdes, rojas y negras que pulula por todas partes. El caso de una mosca en especial, Philornos downsi es ilustrador: aunque inofensiva a la vista, ha tenido un impacto implacable para varias aves endémicas, en especial los famosos pinzones de Darwin, pues vuelan a los nidos y ponen huevos; cuando los huevos de las moscas se convierten en pupas, chupan la sangre y le destruyen las fosas nasales a los pichones. Y eso sin contar los parásitos, bacterias y microrganismos. Como no hubo predadores naturales durante miles y hasta millones de años, los animales nativos carecen de defensa en la actualidad y caen fácilmente ante el ataque de estos nuevos seres que se reproducen rápidamente. La nueva vegetación ha invadido grandes superficies, eliminando especies nativas. Se calcula que hay alrededor de setecientas plantas introducidas y tan sólo quinientas nativas y endémicas. Los cerdos se comen la comida de las especies nativas y destruyen los nidos de las tortugas y las iguanas. Las ratas se comieron durante cincuenta años los huevos de tortugas en la Isla de Pinzón, y ahora sólo hay tortugas adultas. Lo trágico es que el juego inconciente del humano con la flora y la fauna viene desde hace siglos.
Buscando con ciego convencimiento restablecer el equilibrio natural original, se ha emprendido una cruzada contra las especies invasoras en los últimos años. En algún momento cultivaron tilapia en la laguna del Junco, la única de agua dulce. Como no es nativa, hace poco envenenaron la laguna para matarlas. Pero de la laguna se filtra agua hacia toda la isla. Una vez muertas las cuarenta mil tilapias, se espera que el efecto nocivo de la rotenona empleada desaparezca. Otro caso es el de las moras y las cabras. Hace más de una década decidieron acabar con las cabras, pues se estaban reproduciendo fuera de control. A finales de los noventa publicaron un aviso clasificado que decía."Necesitamos francotiradores (urgente)". Se inició entonces la persecución de cabras desde helicópteros por cazadores armados con rifles calibre 22 y miras telescópicas. Los cadáveres quedaron abandonados para su descomposición. Supuestamente ocurre rápidamente y no causa ningún daño al medio ambiente. Quizá pensaron lo mismo cuando trajeron las primeras cabras. Pero no mataron todas las cabras; los pasajeros de los lujosos barcos turísticos hacen donaciones para acabar con las invasoras: dan miles de dólares al año. Si se acaban las cabras, se acaba la plata. Las cabras se comían y controlaban a la mora, invasora también. Ahora no hay quien la controle y se está expandiendo rápidamente, desplazando a las especies nativas y cubriendo todo el suelo. Esto ha afectado a varias especies, como al endémico Gavilán de Galápagos: con tanta vegetación sus presas pueden esconderse fácilmente y hoy en día está en peligro de extinción, y parece que es porque se está muriendo de hambre.
—Es curioso pensar lo que diría Darwin de esta situación, ¿no? Tan sólo ciento cincuenta años después de haber publicado El Origen de las Especies.
Aunque se dice que las especies invasoras son el principal riesgo de las islas, la UNESCO identificó otras amenazas cuando incluyó al archipiélago en la lista de patrimonios naturales en peligro de extinción: el crecimiento del turismo y de la inmigración. Seguramente el impacto de los residentes, y los casi 200,000 visitantes anuales (número que crece enloquecidamente, si tenemos en cuenta que hace 30 años este número era de alrededor diez mil) sea igual o más perjudicial. Otro problema son los piratas modernos que cazan ilegalmente ballenas, tiburones, y focas, poniendo en peligro el equilibrio marino. Y claro, la contaminación: hace poco naufragó Jessica, un buque petrolero que vertió el crudo directamente en el mar.
—Y pensar que ahora, pedaleando, la gasolina es lo que comemos. Qué rico ser autónomo —dije mientras pensaba que la contradicción entre la charla y el paisaje me producía sentimientos encontrados: culpa y placer, miedo y emoción.
El camino de tierra roja se terminó en una cerca donde amarramos las bicicletas y cargamos el equipaje. Caminamos por un sendero de arena entre un bosque fantástico: primero árboles de palosanto y Opuntia —un extraño cactus endémico que tiene tronco y corteza— después aparecieron los árboles de Manzanillo con sus ramas largas que se extienden horizontalmente, entrecruzándose unas con otras, coronadas con una provocativa manzanita venenosa. Finalmente llegamos a la bahía: una sucesión de playas de arena clara con cactus, el turquesa del mar, rocas de lava negra con pelícanos, piqueros patas azules y cangrejos escarlata. Detrás de la playa había un cuerpo de agua dulce con patos y flamingos rosados. Todas las playas de Galápagos son muy diferentes entre sí, pero comparten una cosa: la experiencia de estar en ellas es única: un día me metí a caretear en una playa en San Cristóbal, y en un momento estuve rodeado por once tortugas marinas; otro día estaba buceando en el León Dormido —una piedra enorme en medio del mar que sobresale más de 60 metros, y en la mitad está rota por una grieta que llega hasta treinta metros bajo el mar— íbamos por el fondo de la grieta y cuando levanté la mirada vi sobre nosotros un grupo de más de cincuenta tiburones aletiblancos. Esta playa también era singular. Armamos el campamento y nos metimos al mar. Pasamos la tarde nadando, jugando frisbee y contemplando cómo un grupo de unas doscientas iguanas marinas recibía la energía del calor de los últimos rayos de sol —su sangre es fría, explicó mi primo. Entonces, el color rosado fue tiñendo el cielo poco a poco desde el occidente mientras que la luna salía por el oriente.
Al día siguiente me levanté antes del amanecer sin la necesidad de despertador y salí a recorrer la costa. Vi como el sol iluminaba el cielo levemente, pintándolo de rojo, calentando la tierra: era como un volcán en erupción. Cuando ya se había hecho de día, descubrí un lobo marino que dormía una siesta en la orilla del mar, balanceándose suavemente con las olas. Mientras que yo estaba maravillado con su presencia, él parecía imperturbado por la mía: tras millones de años aislados, los animales de las islas no desarrollaron un miedo instintivo hacia los humanos. Este animal me fascinó durante todo el viaje: un ser gregario que pasa el tiempo jugueteando y pescando bajo el agua, y durmiendo arrunchado en las playas. Ah, y también, ¡oliendo maluco! Sí era un sueño, pero yo no estaba durmiendo. Me quedé entonces mirando al lobo marino dormitando en la orilla del mar. En este viaje por el trópico suramericano estaba conociendo lugares que se degradan progresivamente. Entendí que estas islas encantadas son ahora un laboratorio para entender la existencia —más valioso de lo que fueron cuando las visitó Darwin —: se hace evidente en un lugar aislado el efecto que los humanos tenemos sobre la Tierra. Largo rato permanecí contemplando a esta maravillosa criatura bañarse en las aguas del Pacífico, mientras la luz matinal plateaba las olas, y me invitaba a sumergirme también.
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* Artículo publicado en la revista Viajes & Aventura, # 11, diciembre 2009
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jueves, 19 de noviembre de 2009
Con el silencio el cielo se tiñe de rojo
Al parecer fue el abuelo William el que relató la historia en la maloka durante una de esas largas noches de conversación de los hombres de la comunidad, entre mambe y caguana. Lo cierto es que Rigoberto Kuirú la oyó esa velada y luego la refirió a su familia. Cuando trabajé en el Centro de Investigaciones viví nueve meses en Leticia. En las salidas de campo pasábamos varias semanas en el monte donde nuestra guía solía ser Nelly Kuirú. Fue ella quien me contó esta historia cuando supo de mi inclinación por los relatos de foráneos perdidos en la selva. Aunque no es tan épica como la de Up de Graff y sus cazadores de cabezas, sí me pareció más aterradora. Alejandro Gaviria, director del Centro, me puso en contacto con el grupo de ingleses que habían encontrado la maleta con el diario de la pareja en un afluente del río Javarí. Aunque no pude conservar el manuscrito, sí leí el diario y tomé notas. Las entradas eran anotaciones de lo que sucedía cada día. A pesar de estar en una bolsa seca, la humedad había deteriorado el manuscrito. Sin embargo pude descifrar la mayoría del texto, que confirmaba la primera versión y completaba los detalles. He pasado muchas noches en vela atormentado por lo que ocurrió. La escribo ahora con la certeza de que contiene una clave del ocaso de la esperanza en el pequeño mundo global. Haré la reconstrucción con entera fidelidad.
Aurora, la administradora actual de la Reserva Javarí, recuerda que su predecesor le contó que lo último que preguntaron antes de salir a caminar ese día fue si iban a ver micos en el camino rojo, porque llevaban ya una semana de mala suerte. David y Ana no se diferenciaban de los otros gringos que van a hacer turismo al Amazonas: todos buscan aventuras y esperan tener historias increíbles, es lo que paga el viaje para ellos, tener historias para contar. Los personajes en cuestión llegaron como todos los demás: avión hasta Leticia, seis horas de lancha rápida río arriba hasta Benjamín Constant, en la boca del Río Javarí, dos horas en camioneta hasta Atalaia do Norte, cuatro horas más río arriba por el Javarí en embarcación pequeña, y cerca de dos horas caminando hasta la reserva.
El día que entraron por segunda vez en el sendero rojo no madrugaron como lo habían hecho durante toda la semana; la caminata del día anterior había sido muy fuerte y querían una mañana tranquila. Durmieron hasta las ocho, se alistaron y salieron. En esta reserva cada uno de los recorridos estaba marcado sobre los árboles con líneas de un color. Del rojo sólo habían recorrido una parte, y era el que más les había gustado, especialmente por las cuevas de murciélagos en algunos troncos de árboles viejos. Ese día Ana quería salir a remar por un brazuelo del Javarí, pero David insistió que recorrieran el rojo hasta el final: tenía una corazonada que esta vez sí verían micos; no podrían regresar sin ver a los micos. Decidieron dejar la remada para la hora de las aves, al atardecer. Lentamente recorrieron el sendero, fascinados con lo que iban encontrando en el camino: papagayos, ranas diminutas de colores brillantes, murciélagos. A medida que avanzaban, el bosque se hacía más denso. Oye, ¿has vuelto a ver las marcas rojas?, preguntó David, Hace un rato que no las veo, pero de todas formas no hemos llegado al río, contestó Ana y añadió, dijeron que el camino terminaba en un río. Así que siguieron caminando. Más adelante pararon, Ana tenía hambre. Compartieron una de las granolas y un chocolate, Todavía nos quedan dos botellas de agua, dijo él, y agregó mientras consultaba su reloj, Va a ser la una, ya deberíamos haber llegado al río, dijeron que eran tres horas de camino, De todas formas veníamos despacio, esta zona está muy inundada, Pero me parece extraño, dijo él, llevamos casi cinco horas desde que salimos, creo que es mejor regresar. Ana estuvo de acuerdo. Pero se extrañaron al no encontrar un camino: lo que aparentaba serlo, se desvanecía en la hojarasca. Volvieron al lugar donde habían parado a comer y buscaron la ruta por la que habían venido, pero hacia todas las direcciones había lo mismo: bosque; no encontraron huellas ni ramas rotas ni señal alguna que delatara su paso; nada era familiar. Lo más semejante a un camino eran las inextricables sendas de los animales nocturnos. Ana estaba tranquila, él estaba nervioso, se sentía culpable, Hemos caminado la mayor parte del tiempo hacia el noroeste, vamos ahora al contrario y eventualmente llegaremos. Intentaron guiarse con la brújula, pero era imposible seguir un camino recto por entre el bosque. Gritaban, pero la respuesta, cuando la había, era el canto de aves que ni siquiera veían. Entonces, reían nerviosamente. Avanzar por entre un bosque cada vez más cerrado era difícil. Cuando menguó el calor, Ana advirtió, Es posible que tengamos que buscar dónde dormir, ¿En medio de la selva?, ni loco paso la noche aquí. Cuando oscureció Ana insistió, Seamos realistas, busquemos un lugar para dormir, y armaron un improvisado cambuche con hojas de palma entre las raíces de un árbol.
A medida que oscurecía, los ruidos se multiplicaban; de noche, en la selva todo cobra vida, pulula, y lo manifiesta resonando. Luna nueva, oscuridad total. De repente una nube de mosquitos invadió el cambuche y los atacó, picándolos a través de la ropa. Se embadurnaron con repelente y entonces dejaron de picarlos. Se acostaron en el suelo y se abrazaron. Desde que habían sido novios, años atrás, nunca habían estado en una situación tan íntima. Al cabo de un rato, una hora a lo sumo, la potencia del repelente había mermado y los atacaron de nuevo. Pasaron la noche untándose repelente. David no pudo relajarse: se sentía responsable de haber escogido ese camino y ahora tendría que cuidarla. ¿Cómo no se había percatado a tiempo? Oía animales que caminaban cerca de ellos; en su cabeza, cualquier cosa era posible. ¿Vendría el jaguar? ¿Una serpiente? ¿Tarántulas? Ana dormía por ratos. David sabía que lo importante era aguantar esa noche, con la luz del día todo se resolvería, e imaginó que regresarían a tiempo para desayunar.
Cuando percibieron la aurora estaban despiertos. Compartieron una barra de granola y reservaron otra que les quedaba con los chocolates. El día anterior habían caminado demasiado hacia el sur, así que David propuso ir hacia el este. El calor era opresivo y aún nada resultaba familiar. El sudor sudado sobre sudor seco les irritaba la piel y producía ardor en las picaduras. Al medio día se les acabó el agua y discutieron: David quería tratar de desandar el camino buscando alguna señal; Ana quería seguir adelante, Tu nos estás haciendo dar vueltas, es mejor avanzar, intentar llegar a un río que nos saque a alguna comunidad. No se ponían de acuerdo; la deshidratación los estaba desequilibrando. Encontraron una pequeña quebrada de agua barrosa. Ana decidió tamizar el agua con su brassier, pero no dio resultado: al beber los irritaba, pero tuvieron que hacerlo. Decidieron avanzar: habían andado tanto y la selva era tan densa que no había manera de regresar. El bosque era muy tupido, había muchos troncos caídos, algunos tan grandes que tenían que treparlos para seguir adelante. Entonces pararon a descansar. El día iba a terminar pronto. Habían caminado cerca de once horas y no había cambiado nada, Bueno sí, tengo los pies llenos de ampollas, además va a oscurecer, tenemos que encontrar dónde dormir, y ya no tenemos repelente, Podemos protegernos con barro, sugirió David, y se cubrieron brazos, pies y cabeza. Durante un rato funcionó, pero cuando se secó, los insectos volvieron a picar. Tuvieron que mover una hoja de palma para espantarlos; si se detenían, volvían a picar. David pasó su segunda noche en vela; Ana pudo dormir un rato. A las tres de la mañana se despertó. Se quedaron ahí, quietos, el uno contra el otro, esperando el amanecer. Todavía en medio de la oscuridad escucharon a lo lejos el ruido de un motor. ¿Una planta eléctrica? Oyeron disparos. ¿Cazadores?
Antes de salir a caminar repartieron la última barra de cereal: 150 calorias de esperanza. Encontraron una pequeña quebrada y llenaron las botellas. ¿Oyes?, preguntó Ana, ¿Es un motor?, Creo que sí, dijo él, ¿Vamos?, Sí, y corrieron tras el sonido, gritando. Después de un largo rato se detuvieron. Ana no tenía voz. Ahora no había sonido, ningún motor. Entonces sintieron el ardor en los pies: con las botas de caucho se les habían reventado y agrandado todas las ampollas. Además, a Ana se le había rasgado el pantalón en una pierna quedando desprotegida. Ana propuso, Para que no nos piquen esta noche y podamos dormir, hagamos un hueco y nos cubrimos con hojas y tierra. Terminaron el cambuche con las manos raspadas de tanto cavar. Se acostaron y se taparon, pero los insectos encontraron el camino para picarlos. Las uñas les habían crecido y se maltrataban al rascarse, las heridas se estaban infectando. Ana durmió un rato, pero a media noche se despertó tiritando del frío. Estaba lloviendo y el hueco se había convertido en un pantano. Al menos así no pican, dijo él, y la abrazó. Ella se le acercó y estuvieron así un largo rato. La lluvia era cada vez más fuerte. Los relámpagos iluminaban la selva. Intentaron en vano recoger agua en las botellas: antes de que hubieran llegado al suelo, las gotas ya se habían estallado contra los troncos, las ramas, y las hojas. Al amanecer aún llovía. Ana sentenció, Prefiero morirme antes de pasar otra noche como esa.
Salieron del hueco con la primera luz. Avanzaron en silencio hasta que escampó. Era extenuante: a veces tenían que hacerse de lado para pasar y había troncos con espinas, otras veces, al mover una rama, les caían hormigas dentro de la ropa y los picaban. A pesar de lo tupido del bosque, sintieron cómo el viento abría el cielo: el bosque se iluminó. Unos ruidos los hicieron mirar hacia arriba, Mira, son micos, dijo David, al fin, micos. Ana pensó que si había micos era porque estaban muy alejados. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se sintió perdida. Viéndolos, no sabía si alegrarse o llorar. Los micos se fueron y siguieron caminando en silencio. Más adelante pararon, estaban exhaustos. Descansaron y decidieron hacer un buen lugar para dormir. Eran las dos de la tarde. Mientras David cortaba hojas de palma se quedó mirando el filo de la navaja, y sin pensarlo acarició con él su muñeca, qué fácil sería acabar con todo. Cuando salió de ese ensueño Ana lo estaba mirando. Callaron. Cuando terminaron de armar el cambuche, entraron y se acostaron, pero se llenó de avispas y salieron corriendo. Ana se cayó, David volvió a ayudarla, Sigue tú, déjame acá, No, Ana, tienes que hacer un esfuerzo, De todas formas voy a morir, qué más da, déjame acá, No Ana, párate. Caminaron hasta un lugar seco en un alto e hicieron una especie de carpa con ramas y hojas, se llenaron el cuerpo de barro y antes de que oscureciera se acostaron. Ana abrió los ojos. Una garza, dijo, una garza blanca, Es hermosa, contestó él. La garza, tras un movimiento de resorte, voló. Ana sintió envidia y se puso a llorar. Entre sollozos le dijo, David, dame la navaja, quiero terminar ya con todo esto, para qué otra noche de sufrimiento, de todas formas vamos a morir. David no contestó, no se movió. Los ruidos de la selva ahogaron el silencio por un largo rato. Desde que nos conocimos y nos enamoramos, cuando hacíamos parte de la Organización Ambiental queríamos conocer el Amazonas, dijo Ana, han pasado muchos años y ahora estamos acá, pensando cómo será nuestra muerte. Tras un silencio, Ana se durmió. David pasó la cuarta noche en vela. Antes de la madrugada ella se despertó. David, ¿Sí?, ¿Has dormido?, No. Silencio. Ella continuó, Estaba pensando en lo que dejamos en la cabaña: las hamacas, el toldillo, la estufa, las linternas, los purificadores de agua, la comida… Silencio. Quiero carne, me muero por comer carne, Es mejor que no pienses en eso, Estoy muerta de hambre, quiero un pedazo de carne… Tengo todavía un chocolate, lo guardé, podemos comerlo ahora, No, yo no lo quiero, comételo tú.
Ana comió, se levantó y volvieron a caminar. Entonces dijo, ¿Oyes? ¿qué es ese ruido?, Sí, lo oigo, ¡viene!, Es un avión. Intentaron gritar, correr, pero ni siquiera lo vieron. Ana gritó de la rabia, ¡Dios! ¡Por qué, por qué! ¿Qué quieres?, y se tiró al piso a rezar. David estaba confundido: no haber creído nunca y ahora querer hacerlo, es una traición, no sería capaz, no podría rezar, no podría pedir. Sólo atinó a decir ¿Vamos?, ¿A dónde?, contestó ella, Tenemos que seguir, Pero, ¿a dónde?, esto ya no tiene sentido, hemos seguido y seguido y parece que sólo damos vueltas, es igual quedarnos acá, No, tenemos que seguir. Ana se paró con esfuerzo, dio unos pasos, pero el dolor en los pies era muy fuerte. Cayó, Sigue sin mí, Nunca seguiré sin ti, Ana, y la ayudó a pararse. Siguieron y llegaron a un lugar inundado, ¿Es un río?, No lo sé, vamos a ver. Caminaron dentro del agua, Es muy profunda, entonces nadaron. Había vegetación subterranea: raíces, ramas, espinas. No había corriente, quizá no era un río, pero sí era esperanza. Penosamente avanzaron por el agua cerca de tres horas. Vieron entonces un claro en el bosque y salieron. Era una superficie muy grande: arena centelleante rociada por el sol y parches de sombra de algunos árboles. Corrieron y se tiraron sobre la arena. Ver el cielo azul y sentir el sol en la piel los alegró. Se acostaron en el piso, sin ropa. Había hormigas, pero no picaban. Sus cuerpos estaban muy maltratados, pero no sentían dolor. Sabes, dijo ella, Había soñado con un lugar así, estaba cerca de un río, y en el río había gente… Cada uno quedó en su ensoñación mientras caía la tarde. Pasado un rato Ana miró a David: Dormía por primera vez en cinco días. Ana abrió la maleta, sacó el diario de la bolsa y buscó una página en blanco. Escribió: El paraíso sí existe. Al fin, ya no hay dolor. Con el silencio, el cielo se tiñe de rojo. Ya no hay prisa. Queda la calma. Guardó el cuaderno en la bolsa seca, lo metió en la maleta, sacó la navaja y caminó hacia el atardecer.
Dos días más tarde encontraron a David cerca de ahí. Estaba inconciente. Hacía cinco días que los estaban buscando. Lo encontraron a 45 kilómetros de la reserva. Después de cargar el cuerpo de Ana, se había desmayado. Dicen que nunca más volvió a hablar.
Aurora, la administradora actual de la Reserva Javarí, recuerda que su predecesor le contó que lo último que preguntaron antes de salir a caminar ese día fue si iban a ver micos en el camino rojo, porque llevaban ya una semana de mala suerte. David y Ana no se diferenciaban de los otros gringos que van a hacer turismo al Amazonas: todos buscan aventuras y esperan tener historias increíbles, es lo que paga el viaje para ellos, tener historias para contar. Los personajes en cuestión llegaron como todos los demás: avión hasta Leticia, seis horas de lancha rápida río arriba hasta Benjamín Constant, en la boca del Río Javarí, dos horas en camioneta hasta Atalaia do Norte, cuatro horas más río arriba por el Javarí en embarcación pequeña, y cerca de dos horas caminando hasta la reserva.
El día que entraron por segunda vez en el sendero rojo no madrugaron como lo habían hecho durante toda la semana; la caminata del día anterior había sido muy fuerte y querían una mañana tranquila. Durmieron hasta las ocho, se alistaron y salieron. En esta reserva cada uno de los recorridos estaba marcado sobre los árboles con líneas de un color. Del rojo sólo habían recorrido una parte, y era el que más les había gustado, especialmente por las cuevas de murciélagos en algunos troncos de árboles viejos. Ese día Ana quería salir a remar por un brazuelo del Javarí, pero David insistió que recorrieran el rojo hasta el final: tenía una corazonada que esta vez sí verían micos; no podrían regresar sin ver a los micos. Decidieron dejar la remada para la hora de las aves, al atardecer. Lentamente recorrieron el sendero, fascinados con lo que iban encontrando en el camino: papagayos, ranas diminutas de colores brillantes, murciélagos. A medida que avanzaban, el bosque se hacía más denso. Oye, ¿has vuelto a ver las marcas rojas?, preguntó David, Hace un rato que no las veo, pero de todas formas no hemos llegado al río, contestó Ana y añadió, dijeron que el camino terminaba en un río. Así que siguieron caminando. Más adelante pararon, Ana tenía hambre. Compartieron una de las granolas y un chocolate, Todavía nos quedan dos botellas de agua, dijo él, y agregó mientras consultaba su reloj, Va a ser la una, ya deberíamos haber llegado al río, dijeron que eran tres horas de camino, De todas formas veníamos despacio, esta zona está muy inundada, Pero me parece extraño, dijo él, llevamos casi cinco horas desde que salimos, creo que es mejor regresar. Ana estuvo de acuerdo. Pero se extrañaron al no encontrar un camino: lo que aparentaba serlo, se desvanecía en la hojarasca. Volvieron al lugar donde habían parado a comer y buscaron la ruta por la que habían venido, pero hacia todas las direcciones había lo mismo: bosque; no encontraron huellas ni ramas rotas ni señal alguna que delatara su paso; nada era familiar. Lo más semejante a un camino eran las inextricables sendas de los animales nocturnos. Ana estaba tranquila, él estaba nervioso, se sentía culpable, Hemos caminado la mayor parte del tiempo hacia el noroeste, vamos ahora al contrario y eventualmente llegaremos. Intentaron guiarse con la brújula, pero era imposible seguir un camino recto por entre el bosque. Gritaban, pero la respuesta, cuando la había, era el canto de aves que ni siquiera veían. Entonces, reían nerviosamente. Avanzar por entre un bosque cada vez más cerrado era difícil. Cuando menguó el calor, Ana advirtió, Es posible que tengamos que buscar dónde dormir, ¿En medio de la selva?, ni loco paso la noche aquí. Cuando oscureció Ana insistió, Seamos realistas, busquemos un lugar para dormir, y armaron un improvisado cambuche con hojas de palma entre las raíces de un árbol.
A medida que oscurecía, los ruidos se multiplicaban; de noche, en la selva todo cobra vida, pulula, y lo manifiesta resonando. Luna nueva, oscuridad total. De repente una nube de mosquitos invadió el cambuche y los atacó, picándolos a través de la ropa. Se embadurnaron con repelente y entonces dejaron de picarlos. Se acostaron en el suelo y se abrazaron. Desde que habían sido novios, años atrás, nunca habían estado en una situación tan íntima. Al cabo de un rato, una hora a lo sumo, la potencia del repelente había mermado y los atacaron de nuevo. Pasaron la noche untándose repelente. David no pudo relajarse: se sentía responsable de haber escogido ese camino y ahora tendría que cuidarla. ¿Cómo no se había percatado a tiempo? Oía animales que caminaban cerca de ellos; en su cabeza, cualquier cosa era posible. ¿Vendría el jaguar? ¿Una serpiente? ¿Tarántulas? Ana dormía por ratos. David sabía que lo importante era aguantar esa noche, con la luz del día todo se resolvería, e imaginó que regresarían a tiempo para desayunar.
Cuando percibieron la aurora estaban despiertos. Compartieron una barra de granola y reservaron otra que les quedaba con los chocolates. El día anterior habían caminado demasiado hacia el sur, así que David propuso ir hacia el este. El calor era opresivo y aún nada resultaba familiar. El sudor sudado sobre sudor seco les irritaba la piel y producía ardor en las picaduras. Al medio día se les acabó el agua y discutieron: David quería tratar de desandar el camino buscando alguna señal; Ana quería seguir adelante, Tu nos estás haciendo dar vueltas, es mejor avanzar, intentar llegar a un río que nos saque a alguna comunidad. No se ponían de acuerdo; la deshidratación los estaba desequilibrando. Encontraron una pequeña quebrada de agua barrosa. Ana decidió tamizar el agua con su brassier, pero no dio resultado: al beber los irritaba, pero tuvieron que hacerlo. Decidieron avanzar: habían andado tanto y la selva era tan densa que no había manera de regresar. El bosque era muy tupido, había muchos troncos caídos, algunos tan grandes que tenían que treparlos para seguir adelante. Entonces pararon a descansar. El día iba a terminar pronto. Habían caminado cerca de once horas y no había cambiado nada, Bueno sí, tengo los pies llenos de ampollas, además va a oscurecer, tenemos que encontrar dónde dormir, y ya no tenemos repelente, Podemos protegernos con barro, sugirió David, y se cubrieron brazos, pies y cabeza. Durante un rato funcionó, pero cuando se secó, los insectos volvieron a picar. Tuvieron que mover una hoja de palma para espantarlos; si se detenían, volvían a picar. David pasó su segunda noche en vela; Ana pudo dormir un rato. A las tres de la mañana se despertó. Se quedaron ahí, quietos, el uno contra el otro, esperando el amanecer. Todavía en medio de la oscuridad escucharon a lo lejos el ruido de un motor. ¿Una planta eléctrica? Oyeron disparos. ¿Cazadores?
Antes de salir a caminar repartieron la última barra de cereal: 150 calorias de esperanza. Encontraron una pequeña quebrada y llenaron las botellas. ¿Oyes?, preguntó Ana, ¿Es un motor?, Creo que sí, dijo él, ¿Vamos?, Sí, y corrieron tras el sonido, gritando. Después de un largo rato se detuvieron. Ana no tenía voz. Ahora no había sonido, ningún motor. Entonces sintieron el ardor en los pies: con las botas de caucho se les habían reventado y agrandado todas las ampollas. Además, a Ana se le había rasgado el pantalón en una pierna quedando desprotegida. Ana propuso, Para que no nos piquen esta noche y podamos dormir, hagamos un hueco y nos cubrimos con hojas y tierra. Terminaron el cambuche con las manos raspadas de tanto cavar. Se acostaron y se taparon, pero los insectos encontraron el camino para picarlos. Las uñas les habían crecido y se maltrataban al rascarse, las heridas se estaban infectando. Ana durmió un rato, pero a media noche se despertó tiritando del frío. Estaba lloviendo y el hueco se había convertido en un pantano. Al menos así no pican, dijo él, y la abrazó. Ella se le acercó y estuvieron así un largo rato. La lluvia era cada vez más fuerte. Los relámpagos iluminaban la selva. Intentaron en vano recoger agua en las botellas: antes de que hubieran llegado al suelo, las gotas ya se habían estallado contra los troncos, las ramas, y las hojas. Al amanecer aún llovía. Ana sentenció, Prefiero morirme antes de pasar otra noche como esa.
Salieron del hueco con la primera luz. Avanzaron en silencio hasta que escampó. Era extenuante: a veces tenían que hacerse de lado para pasar y había troncos con espinas, otras veces, al mover una rama, les caían hormigas dentro de la ropa y los picaban. A pesar de lo tupido del bosque, sintieron cómo el viento abría el cielo: el bosque se iluminó. Unos ruidos los hicieron mirar hacia arriba, Mira, son micos, dijo David, al fin, micos. Ana pensó que si había micos era porque estaban muy alejados. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, se sintió perdida. Viéndolos, no sabía si alegrarse o llorar. Los micos se fueron y siguieron caminando en silencio. Más adelante pararon, estaban exhaustos. Descansaron y decidieron hacer un buen lugar para dormir. Eran las dos de la tarde. Mientras David cortaba hojas de palma se quedó mirando el filo de la navaja, y sin pensarlo acarició con él su muñeca, qué fácil sería acabar con todo. Cuando salió de ese ensueño Ana lo estaba mirando. Callaron. Cuando terminaron de armar el cambuche, entraron y se acostaron, pero se llenó de avispas y salieron corriendo. Ana se cayó, David volvió a ayudarla, Sigue tú, déjame acá, No, Ana, tienes que hacer un esfuerzo, De todas formas voy a morir, qué más da, déjame acá, No Ana, párate. Caminaron hasta un lugar seco en un alto e hicieron una especie de carpa con ramas y hojas, se llenaron el cuerpo de barro y antes de que oscureciera se acostaron. Ana abrió los ojos. Una garza, dijo, una garza blanca, Es hermosa, contestó él. La garza, tras un movimiento de resorte, voló. Ana sintió envidia y se puso a llorar. Entre sollozos le dijo, David, dame la navaja, quiero terminar ya con todo esto, para qué otra noche de sufrimiento, de todas formas vamos a morir. David no contestó, no se movió. Los ruidos de la selva ahogaron el silencio por un largo rato. Desde que nos conocimos y nos enamoramos, cuando hacíamos parte de la Organización Ambiental queríamos conocer el Amazonas, dijo Ana, han pasado muchos años y ahora estamos acá, pensando cómo será nuestra muerte. Tras un silencio, Ana se durmió. David pasó la cuarta noche en vela. Antes de la madrugada ella se despertó. David, ¿Sí?, ¿Has dormido?, No. Silencio. Ella continuó, Estaba pensando en lo que dejamos en la cabaña: las hamacas, el toldillo, la estufa, las linternas, los purificadores de agua, la comida… Silencio. Quiero carne, me muero por comer carne, Es mejor que no pienses en eso, Estoy muerta de hambre, quiero un pedazo de carne… Tengo todavía un chocolate, lo guardé, podemos comerlo ahora, No, yo no lo quiero, comételo tú.
Ana comió, se levantó y volvieron a caminar. Entonces dijo, ¿Oyes? ¿qué es ese ruido?, Sí, lo oigo, ¡viene!, Es un avión. Intentaron gritar, correr, pero ni siquiera lo vieron. Ana gritó de la rabia, ¡Dios! ¡Por qué, por qué! ¿Qué quieres?, y se tiró al piso a rezar. David estaba confundido: no haber creído nunca y ahora querer hacerlo, es una traición, no sería capaz, no podría rezar, no podría pedir. Sólo atinó a decir ¿Vamos?, ¿A dónde?, contestó ella, Tenemos que seguir, Pero, ¿a dónde?, esto ya no tiene sentido, hemos seguido y seguido y parece que sólo damos vueltas, es igual quedarnos acá, No, tenemos que seguir. Ana se paró con esfuerzo, dio unos pasos, pero el dolor en los pies era muy fuerte. Cayó, Sigue sin mí, Nunca seguiré sin ti, Ana, y la ayudó a pararse. Siguieron y llegaron a un lugar inundado, ¿Es un río?, No lo sé, vamos a ver. Caminaron dentro del agua, Es muy profunda, entonces nadaron. Había vegetación subterranea: raíces, ramas, espinas. No había corriente, quizá no era un río, pero sí era esperanza. Penosamente avanzaron por el agua cerca de tres horas. Vieron entonces un claro en el bosque y salieron. Era una superficie muy grande: arena centelleante rociada por el sol y parches de sombra de algunos árboles. Corrieron y se tiraron sobre la arena. Ver el cielo azul y sentir el sol en la piel los alegró. Se acostaron en el piso, sin ropa. Había hormigas, pero no picaban. Sus cuerpos estaban muy maltratados, pero no sentían dolor. Sabes, dijo ella, Había soñado con un lugar así, estaba cerca de un río, y en el río había gente… Cada uno quedó en su ensoñación mientras caía la tarde. Pasado un rato Ana miró a David: Dormía por primera vez en cinco días. Ana abrió la maleta, sacó el diario de la bolsa y buscó una página en blanco. Escribió: El paraíso sí existe. Al fin, ya no hay dolor. Con el silencio, el cielo se tiñe de rojo. Ya no hay prisa. Queda la calma. Guardó el cuaderno en la bolsa seca, lo metió en la maleta, sacó la navaja y caminó hacia el atardecer.
Dos días más tarde encontraron a David cerca de ahí. Estaba inconciente. Hacía cinco días que los estaban buscando. Lo encontraron a 45 kilómetros de la reserva. Después de cargar el cuerpo de Ana, se había desmayado. Dicen que nunca más volvió a hablar.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
"descarado y mil veces descarado"
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Fue lo que mi tía le dijo a don Campiño, el carpintero que lleva seis meses mintiendo sobre cuándo entregará los muebles: no contesta el teléfono; dice que "hoy" pero no llega nunca; inventa tormentas; dice "alo, alo, no entra bien..."
Así que mi tía lo llamó de un teléfono desconocido, un sábado, a las once de la noche.
—Aló.
—Descarado y mil veces descarado.
—¿Con quien hablo?—preguntó el descarado, pensando en un instante en todas las mujeres, en todas sus mujeres.
Descarado y mil veces descarado.
Fue lo que mi tía le dijo a don Campiño, el carpintero que lleva seis meses mintiendo sobre cuándo entregará los muebles: no contesta el teléfono; dice que "hoy" pero no llega nunca; inventa tormentas; dice "alo, alo, no entra bien..."
Así que mi tía lo llamó de un teléfono desconocido, un sábado, a las once de la noche.
—Aló.
—Descarado y mil veces descarado.
—¿Con quien hablo?—preguntó el descarado, pensando en un instante en todas las mujeres, en todas sus mujeres.
Descarado y mil veces descarado.
error en el sistema
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Sé que no soy el único que tiene problemas con los bancos, que los detesta, pero, los necesita. Siempre tuve cuenta en un banco, Davivienda, desde que de pequeño mi mamá me dio una de esas alcancías rojas —como el América— en forma de casa. Me abrieron cuenta y la tuve al menos diez años. La cerré. Primero, porque de tanto viajar, nunca me pareció correcto que me cobraran comisión por sacar dinero en otra ciudad, ¡en el mismo banco! Y porque un día tuve un típico lio y no me dejaron sacar mi plata. Así que cerré la cuenta y me pasé a Bancolombia. Escogí este porque en algunos viajes, como uno en el golfo de Urabá, el único cajero que conseguía en algunso pueblos era bancolombia, así que por eso decidí.
Desde entonces no es que haya estado feliz, pero he estado satisfecho. Hace poco me fui de viaje 2 años. En ese tiempo me parecía que me cobraban demasiado por el uso de tarjeta, pero viajando en bicicleta y en otro país, poco pude hacer, o mejor, poco me importó. Cuando llegué fui a preguntar y me dijeron que era un cobro que se hacía por estar fuera. Pero me seguían cobrando. Así que investigué. dicho cobro no existe. Tenían un "error en el sistema" y me estaban cobrando 3 cuotas de manejo, como si usara 3 tarjetas. Después de la reclamación me devolvieron el dinero usurpado. Pero aún faltaba algo.
—¿y los intereses que dejé de recibir en estos dos años? ¿y la inflación?
Me contestaron que no podían hacer una reclamación por ese item, pues no existía.
—Necesito que me den una carta diciendo que no puedo hacer una reclamación por eso para hacer una demanda.
—En vez de una reclamación, entonces le puedo hacer una nota de solicitud de yo no sé qué— contestó servicialmente.
Quedé satisfecho.
Un mes después llamé apreguntar por el recibo, estaba en trámite. Así que puse otra nota de esas. Al mes, igual. Y al mes, otra vez.
Yo sabía que no era mucha plata, pero simplemente el banco no tiene porqué quedarse con mi plata.
Hoy recibí una llamada al celular mientras preparaba el desayuno. De parte del Banco. Me habían hecho la devolución por los intereses y la inflación que dejé de percibir por aquel "error en el sistema". Son sólo 11,053.66 pesos. No es mucho, pero me alcanza para invitar a Clare a cine. Prefiero eso a que el banco invite a la banca, a costa mío.
Esta vez triunfé, sin embargo, me late que el error en el sistema es mucho más complejo, avispado y ladrón de lo que parece. Creo que se necesita más que una reclamación para solucionarlo. Algo huele mal. Y no soy yo.
nota. Con esa platica fuimos aver inglorious basterds de tarantino
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