Cuando no estoy viajando, a veces también reflexiono, a veces pasan cosas, y a veces, las escribo. Otras veces, escribo otras cosas.
martes, 22 de diciembre de 2009
diarios de bicicleta : Galápagos hoy*
—Hoy pedí unos días libres y conseguí que el Parque nos diera permiso para acampar en el Garrapatero —dijo mi primo.
—¿El Garrapatero? —pregunté imaginándome un lugar poco agradable, —¿Qué es eso?
—Un paraíso, ya verá. Y lo bueno es que para ir nos toca pedalear y recorrer media Isla. La gente normalmente alquila una camioneta que los lleve, pero nosotros nos vamos en bici.
Llevábamos varios días en Galápagos, las Islas Encantadas que inspiraron mitos y leyendas, y estimularon las mentes de Darwin, Melville y Vonnegut. Aunque todos los días habíamos conocido lugares maravillosos, el hecho de pasar las noches en Puerto Ayora, pequeña capital, pero una ciudad al fin y al cabo, hacía que siempre faltara algo para compenetrarse con aquel lugar: era inverosímil ver tal cantidad de carros, en general camionetas que llevan a los turistas. Empacamos lo necesario para dormir, cocinar, reparar las bicicletas, y salimos pedaleando. Cómo sólo existe una carretera y el suelo volcánico imposibilita ir a campo traviesa, fue necesario hacer un recorrido hasta la parte alta de la Isla y ahí desviar hacia el Garrapatero. Antes de descender aprovechamos para caminar hasta la punta del cerro de la Media Luna, que tiene vista sobre casi toda la Isla.
—¿Si ven esa bahía azul turquesa rodeada de playas claras? —preguntó mi primo— Ese es el Garrapatero.
Antes ya había recorrido dos veces esa carretera, pero en automóvil. La primera fue desde el aeropuerto hasta la ciudad. Mi primo nos estaba esperando en la esquina de la plaza de mercado. Había pasado un año desde la última vez que nos habíamos visto: él volvía de su viaje en bicicleta por lo que fue Indochina y yo salía hacía el Atrato, a trabajar con la comunidad de Bojayá. Su viaje me había incitado a emprender este que me había traído hasta las Islas: recorrer el trópico americano en bicicleta. Ahora recorríamos juntos las calles de Puerto Ayora, donde él trabajaba como investigador para la Estación Científica Charles Darwin. La segunda vez que recorrí la carretera fue un día regresando de bucear. Durante los trayectos, el chofer pitaba todo el tiempo, a pesar de que la carretera estuviera solitaria. Pedaleando entendí porqué pitaban tanto. Saliendo de la ciudad vi un letrero que decía: cuidado con las aves, utilice el pito. Más adelante entendí la razón de la pitadera: en el pavimento yacían los cadáveres de muchas aves muertas, principalmente pinzones y canarios. Esta era sólo una de las cosas que la velocidad impide ver al viajar en carro, pero que al cambiar de ritmo aparecen.
Después de un largo silencio en el que admirábamos el paisaje desde aquel cerro, pensé que a simple vista el mar aparenta ser una masa uniforme, y dije:
—Es increíble lo que pasa cuando vemos el mundo desde debajo del agua. Estaba pensando que desde la primera inmersión que hice acá en Galápagos comprendí porqué las llaman las Encantadas: mientras estábamos bajo el agua y probábamos el equipo, llamamos la atención de una manada de lobos marinos que vinieron a juguetear con nosotros. Y eso que era una inmersión corta y superficial—, y quedé en silencio recordando.
Aunque ese primer día de buceo no fue el mejor, sí fue fascinante. De las siguientes inmersiones tengo recuerdos imborrables: contemplar eternamente a un tiburón a menos de un metro de distancia; ver el fondo del mar cubierto por un interminable banco de peces del mismo color, mezclados con muchas otras especies, moviéndose sincronizadamente; nadar con pingüinos y verlos cazar pececitos al atardecer, luego verlos en la superficie haciendo el amor y aprender que una vez consiguen una pareja, esta es para toda la vida.
Tras una pausa, continué:
—Ese mismo día fuimos a las Islas de Santiago y Bartolomé para hacer las inmersiones. Ahí me sorprendió el paisaje: árido, volcánico, rojizo; colinas coronadas por cráteres. El capitán de la embarcación me dijo que esos cráteres eran pequeños. Me contó que Isabela es una Isla formada por seis volcanes, y que el mayor, el Sierra Negra, tiene el segundo cráter más grande del mundo, de diez kilómetros de diámetro en el punto más ancho.
—¿Y, vio la famosa roca puntiaguda de Bartolomé? —preguntó mi primo.
—Si, es impresionante, le tomé muchas fotos.
—¿Y, les contaron porqué tiene esa forma?
—No.
—Me lo suponía. Esa es una de las imágenes más famosas de Galápagos; muchos van a conocerla pero nunca les cuentan el origen de esa extraña apariencia: durante la segunda guerra mundial el Ecuador autorizó a los Estados Unidos para que establecieran bases militares en las islas; esa piedra es producto de una práctica de puntería: le dieron su forma a cañonazos.
Sentados en la punta del cerro contemplábamos absortos el paisaje. Recordé la fascinación que me produjo el ver las islas desde el avión: la monotonía del azul turquí del mar se fue atenuando hasta el verde esmeralda, y en las islas aparecieron regiones de lava escarlata, negra, ámbar y naranja, y parches de verde espesura en las partes altas. Miré a mi primo y le dije:
—En el avión me dieron un folleto con las normas y decía algo extraño —buscando en mi diario, leí —: "la naturaleza de las islas debe permanecer en su estado natural para no causar alteración alguna. Únicamente puede tomar fotografías," como pretendiendo detener la evolución, la adaptación a los cambios.
—Acá hay tres temas en conflicto —me explicó—: la naturaleza exótica, el turismo lujoso a gran escala, y los esfuerzos para la conservación. Lo valioso que encontró Darwin acá fue un lugar de la tierra sin poblaciones indígenas, sin intervención de los humanos, donde la naturaleza había estado aislada del resto del planeta durante millones de años, y los cambios se dieron con menos variables interactuando que en el continente. Además, no era un solo entorno: cada isla presentaba un universo particular. Ahora se han introducido tantas especies en tan poco tiempo que el cambio ha sido demasiado brusco, impidiendo que se dé la adaptación naturalmente. Para lograrlo habría que empezar prohibiendo la entrada de seres humanos, y eso no va a pasar nunca, así que están tratando de que llegue la menor cantidad de especies foráneas, y a las que ya llegaron las están erradicando.
—En el avión pensé que también nos iban a erradicar a nosotros: en pleno vuelo sobre mar abierto la azafata repitió en español y en inglés: "now we are going to spray you, ahora, los vamos a fumigar.” Pensé que era el fin. Pero no: salió un azafato recorriendo el pasillo con paso acelerado esparciendo un perfumado spray: pfffffffff —imité el sonido y añadí —: nos explicaron que ese fumigante estaba aprobado por la OMS —agregué.
Desde la Media Luna el camino hasta el Garrapatero fue casi todo bajando. Pedaleando vi un árbol cargado de toronjas. Paré y le pedí a un viejo que estaba cosechando que me regalara una: me dio más de una docena. Me dijo que también llevara moras. Cómo decir que no. Era el señor Aguilar, dueño de varias tierras en la parte alta de la isla. Oriundo de las montañas ecuatorianas del Oro, había venido cuando era joven: en 1957 llegó a San Cristóbal a trabajar como peón en los cultivos azucareros por un año. Aunque el trabajo fue esclavizante, las Islas le gustaron. Entonces quizó volver. En 1960 pudo hacerlo. Desde entonces vive en su finca, cultiva, y cría ganado. Me contó que antes no había ciudad, sino apenas un pequeño caserío. La población de las islas se ha multiplicado dramáticamente, sobrepasando ahora las 30,000 personas.
Mientras pedaleábamos mi primo me dijo que las frutas que nos acababan de regalar eran plantas introducidas. Desde que se descubrieron las Islas se han traído cientos de especies de flora y fauna, tanto accidental como intencionalmente, y con el tiempo esto se ha salido de control. Un claro ejemplo es lo que ocurrió en Isla Pinta: en 1959 unos pescadores llevaron dos cabras; en 1973 se calculaba que había más de 30,000, y en ese entonces las cabras ya eran un problema en varias islas. Aunque la lista es enorme, las especies introducidas más problemáticas son cabras, tilapias, perros, gatos, cerdos, y ratas; por el lado de las plantas: maracuyá, guayaba, y mora; insectos han llegado más de quinientas especies, y algunas se han convertido en plagas: moscas, cucarachas y un hermoso grillo de manchas amarillas, verdes, rojas y negras que pulula por todas partes. El caso de una mosca en especial, Philornos downsi es ilustrador: aunque inofensiva a la vista, ha tenido un impacto implacable para varias aves endémicas, en especial los famosos pinzones de Darwin, pues vuelan a los nidos y ponen huevos; cuando los huevos de las moscas se convierten en pupas, chupan la sangre y le destruyen las fosas nasales a los pichones. Y eso sin contar los parásitos, bacterias y microrganismos. Como no hubo predadores naturales durante miles y hasta millones de años, los animales nativos carecen de defensa en la actualidad y caen fácilmente ante el ataque de estos nuevos seres que se reproducen rápidamente. La nueva vegetación ha invadido grandes superficies, eliminando especies nativas. Se calcula que hay alrededor de setecientas plantas introducidas y tan sólo quinientas nativas y endémicas. Los cerdos se comen la comida de las especies nativas y destruyen los nidos de las tortugas y las iguanas. Las ratas se comieron durante cincuenta años los huevos de tortugas en la Isla de Pinzón, y ahora sólo hay tortugas adultas. Lo trágico es que el juego inconciente del humano con la flora y la fauna viene desde hace siglos.
Buscando con ciego convencimiento restablecer el equilibrio natural original, se ha emprendido una cruzada contra las especies invasoras en los últimos años. En algún momento cultivaron tilapia en la laguna del Junco, la única de agua dulce. Como no es nativa, hace poco envenenaron la laguna para matarlas. Pero de la laguna se filtra agua hacia toda la isla. Una vez muertas las cuarenta mil tilapias, se espera que el efecto nocivo de la rotenona empleada desaparezca. Otro caso es el de las moras y las cabras. Hace más de una década decidieron acabar con las cabras, pues se estaban reproduciendo fuera de control. A finales de los noventa publicaron un aviso clasificado que decía."Necesitamos francotiradores (urgente)". Se inició entonces la persecución de cabras desde helicópteros por cazadores armados con rifles calibre 22 y miras telescópicas. Los cadáveres quedaron abandonados para su descomposición. Supuestamente ocurre rápidamente y no causa ningún daño al medio ambiente. Quizá pensaron lo mismo cuando trajeron las primeras cabras. Pero no mataron todas las cabras; los pasajeros de los lujosos barcos turísticos hacen donaciones para acabar con las invasoras: dan miles de dólares al año. Si se acaban las cabras, se acaba la plata. Las cabras se comían y controlaban a la mora, invasora también. Ahora no hay quien la controle y se está expandiendo rápidamente, desplazando a las especies nativas y cubriendo todo el suelo. Esto ha afectado a varias especies, como al endémico Gavilán de Galápagos: con tanta vegetación sus presas pueden esconderse fácilmente y hoy en día está en peligro de extinción, y parece que es porque se está muriendo de hambre.
—Es curioso pensar lo que diría Darwin de esta situación, ¿no? Tan sólo ciento cincuenta años después de haber publicado El Origen de las Especies.
Aunque se dice que las especies invasoras son el principal riesgo de las islas, la UNESCO identificó otras amenazas cuando incluyó al archipiélago en la lista de patrimonios naturales en peligro de extinción: el crecimiento del turismo y de la inmigración. Seguramente el impacto de los residentes, y los casi 200,000 visitantes anuales (número que crece enloquecidamente, si tenemos en cuenta que hace 30 años este número era de alrededor diez mil) sea igual o más perjudicial. Otro problema son los piratas modernos que cazan ilegalmente ballenas, tiburones, y focas, poniendo en peligro el equilibrio marino. Y claro, la contaminación: hace poco naufragó Jessica, un buque petrolero que vertió el crudo directamente en el mar.
—Y pensar que ahora, pedaleando, la gasolina es lo que comemos. Qué rico ser autónomo —dije mientras pensaba que la contradicción entre la charla y el paisaje me producía sentimientos encontrados: culpa y placer, miedo y emoción.
El camino de tierra roja se terminó en una cerca donde amarramos las bicicletas y cargamos el equipaje. Caminamos por un sendero de arena entre un bosque fantástico: primero árboles de palosanto y Opuntia —un extraño cactus endémico que tiene tronco y corteza— después aparecieron los árboles de Manzanillo con sus ramas largas que se extienden horizontalmente, entrecruzándose unas con otras, coronadas con una provocativa manzanita venenosa. Finalmente llegamos a la bahía: una sucesión de playas de arena clara con cactus, el turquesa del mar, rocas de lava negra con pelícanos, piqueros patas azules y cangrejos escarlata. Detrás de la playa había un cuerpo de agua dulce con patos y flamingos rosados. Todas las playas de Galápagos son muy diferentes entre sí, pero comparten una cosa: la experiencia de estar en ellas es única: un día me metí a caretear en una playa en San Cristóbal, y en un momento estuve rodeado por once tortugas marinas; otro día estaba buceando en el León Dormido —una piedra enorme en medio del mar que sobresale más de 60 metros, y en la mitad está rota por una grieta que llega hasta treinta metros bajo el mar— íbamos por el fondo de la grieta y cuando levanté la mirada vi sobre nosotros un grupo de más de cincuenta tiburones aletiblancos. Esta playa también era singular. Armamos el campamento y nos metimos al mar. Pasamos la tarde nadando, jugando frisbee y contemplando cómo un grupo de unas doscientas iguanas marinas recibía la energía del calor de los últimos rayos de sol —su sangre es fría, explicó mi primo. Entonces, el color rosado fue tiñendo el cielo poco a poco desde el occidente mientras que la luna salía por el oriente.
Al día siguiente me levanté antes del amanecer sin la necesidad de despertador y salí a recorrer la costa. Vi como el sol iluminaba el cielo levemente, pintándolo de rojo, calentando la tierra: era como un volcán en erupción. Cuando ya se había hecho de día, descubrí un lobo marino que dormía una siesta en la orilla del mar, balanceándose suavemente con las olas. Mientras que yo estaba maravillado con su presencia, él parecía imperturbado por la mía: tras millones de años aislados, los animales de las islas no desarrollaron un miedo instintivo hacia los humanos. Este animal me fascinó durante todo el viaje: un ser gregario que pasa el tiempo jugueteando y pescando bajo el agua, y durmiendo arrunchado en las playas. Ah, y también, ¡oliendo maluco! Sí era un sueño, pero yo no estaba durmiendo. Me quedé entonces mirando al lobo marino dormitando en la orilla del mar. En este viaje por el trópico suramericano estaba conociendo lugares que se degradan progresivamente. Entendí que estas islas encantadas son ahora un laboratorio para entender la existencia —más valioso de lo que fueron cuando las visitó Darwin —: se hace evidente en un lugar aislado el efecto que los humanos tenemos sobre la Tierra. Largo rato permanecí contemplando a esta maravillosa criatura bañarse en las aguas del Pacífico, mientras la luz matinal plateaba las olas, y me invitaba a sumergirme también.
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* Artículo publicado en la revista Viajes & Aventura, # 11, diciembre 2009
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